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Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Fumata blanca

¿Qué hacemos con los castañeros en una ciudad en la que el otoño se ha evaporado definitivamente?

El castañero del cruce Rioja-Tetuán.

El castañero del cruce Rioja-Tetuán. / DS

ME lo comentó el pintor Javier Buzón mientras devorábamos el cadáver de una corvina: la reportera de televisión dio la noticia de la declaración de la Plaza de España y el Parque de María Luisa como “espacios libres de humo” mientras al fondo se veía a un castañero en plena faena, envuelto en su habitual humareda. Pocas estampas tan del otoño sevillano (o lo que sea) como la del carrito con su anafe, su olla de posguerra y su chimenea de latón. Todo manejado por un vendedor de torpe aliño indumentario con las manos grandes y ásperas. En una ciudad ya sin niebla, los castañeros son los únicos capaces de velar el aire del otoño. ¿Qué se fizo de aquellas brumas de antaño? Vaya usted a saber. El poeta Fernando Ortiz recordaba las viejas boiras de su barrio natal de San Lorenzo, antes de mudarse a los pisos militares de Reina Mercedes. Era una niebla espesa que venía del cercano Guadalquivir y que le impedía a uno verse las líneas de la propia buenaventura. Sin esas nubes rasantes de la calle Conde de Barajas, Bécquer, quizás, nunca habría escrito su famoso verso de la rima XI: “vano fantasma de niebla y luz”. Pero nos queda su sucedáneo, el humo de los puestos de castañas asadas recién llegadas de la Sierra de Huelva. Fíjese si no en el que ponen en la confluencia de las calles Rioja y Tetuán, encrucijada de caminos que se transforma en una Oxford Street hispalense cuando entra en funcionamiento el enhiesto surtidor de humos blancos. La Sevilla anglófila no se limita a algunos clubs y algunos sastres, sino que se extiende a sus nieblas, naturales o artificiales, de ciudad fluvial que todo le debe al río.

Como la parca y los invitados más pesados, los castañeros siempre llegan antes de tiempo, cuando aún no nos hemos puesto el sayo y el único cucurucho que todavía nos apetece es el de Rayas, no el de papel de estraza gris. Y siempre sale de nuestros labios una queja por ese calor que desprenden de los hornillos cuando, en contra de lo que dice el calendario, todavía empapamos las camisas.

Los castañeros son de los pocos vestigios que quedan de las calles españolas que Galdós noveló, populosas y sucias, con sus puestos de gallinejas, sus golfas de lengua larga y sus pillos vendedores de prensa. Podrían ser perfectamente un Bien de Interés Etnológico, trincar subvenciones y otras mamelas. Nada de eso ocurrirá. ¿Qué hacemos entonces con ellos en esta ciudad que ya no quiere sus fumatas blancas ni en los parques y en la que el otoño se ha evaporado definitivamente?

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