LA alcaldesa de Manilva, Antonia Muñoz, ignoró la ley y las advertencias del interventor municipal de que no podía pagar dos facturas a una empresa de suministros de la que ella misma es administradora. También ignoró, no la ley ni la Intervención, sino el sentido común, al cargar al Ayuntamiento un helado de dos euros. Esto es sintomático.

Muñoz está imputada por presuntos delitos contra la integridad de la Administración Pública, a pesar de lo cual mantiene de momento su candidatura a la reelección dentro de tres semanas contraviniendo el código ético de la formación a la que pertenece (Izquierda Unida). La investigación judicial está referida a las irregularidades en la contratación de obras y servicios sin publicidad ni libre concurrencia, y también a la persistente contratación como personal municipal de familiares y amigos suyos en cantidad apreciable.

Pero, bueno, de eso hablará la justicia cuando corresponda. En cambio, es legítimo comentar ya la cuestión del helado, aunque se trate de una cantidad insignificante y sin consecuencias penales. Bueno, no es sólo el helado. La Intervención ha proporcionado abundante documentación sobre el uso que Antonia Muñoz ha venido haciendo de la tarjeta de crédito que como alcaldesa le corresponde. La regidora le cogió el gusto a cargar a la tarjeta visa municipal todo tipo de gastos de consumo que difícilmente podrían justificarse como necesarios para su gestión. Ahí entran pagos de desayunos y meriendas, aparcamientos y tickets de gasolina, y entra también el famoso helado de dos euros que se tomaría en un momento de asueto.

Esto del helado es, ya digo, sólo el síntoma de una patología política frecuente en los cargos públicos: la asunción plena e indisimulada de que al político electo se le concede, desde el momento mismo de su elección, licencia para manejar el dinero público según su leal saber y entender. Un alcalde con mayoría absoluta se piensa investido de una legitimidad más profunda y valiosa que la que encarnan, por ley pero sin respaldo ciudadano, interventores, secretarios municipales y otros funcionarios quisquillosos. Se otorgan la condición de bien público por encima de requerimientos leguleyos y normativas pejigueras. Creen que su bienestar, y el de su entorno, forman parte de los objetivos a perseguir en la acción pública, puesto que ellos trabajan sólo por sus convecinos y todo lo que promueven, hacen y gastan redundará, al fin, y al cabo, en la mejora de la vida colectiva.

Seguro que la alcaldesa de Manilva disfrutó tanto del helado de dos euros que aquel día hizo mejor su trabajo en favor de los manilvenses. ¡Qué menos que los dos euros los pague el Ayuntamiento!

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