53 horas

Uno no ve qué dolores acucian el tierno corazón del niño, el pecho del anciano, la niebla pasajera en que cualquiera puede perderse

Este lunes, Cristina Valdivieso nos revelaba en estas páginas el número y la frecuencia de los suicidios en Sevilla. En el último año, fueron 160 personas las que murieron de este modo; lo cual arroja un lapso de 53 horas entre un suicida y otro. Por otra parte, los suicidas son en su mayoría hombres (128 de los 160), y doblan, según se nos informaba en la noticia, a los muertos en carretera, mientras que triplican a las víctimas de melanoma. Estas comparaciones porcentuales, sin embargo, no son del todo oportunas. Aquello que nos conmina del suicido es su voluntariedad; en las otras muertes, la víctima se dirige hacia su fin muy a pesar suyo. Y esto es una diferencia notable, una diferencia sustancial, que lanza su interrogación en otras direcciones.

En dicha noticia se nos informaba, igualmente, del nuevo Plan Integral de Salud Mental en Andalucía y de los protocolos de actuación para abordar este problema, acrecentado por la pandemia. Desde el suicido ejemplar de Sócrates a las muertes por desamor del XIX (el Werther de Goethe puso de moda, no solo el pantalón amarillo siena y las casacas azules, sino la muerte a mano airada de los jóvenes amantes), los suicidas han gozado de un amargo prestigio romántico, de una suerte de valor supremo, del que hoy honestamente recelamos. El suicida lo puede ser por muchos factores, desde la predisposición genética a la aflicción psicológica, desde el acoso en la escuela a una soledad que se nos hace insoportable. Como es obvio, unos factores no excluyen a los otros, como tampoco las desdichas del joven Werther, desdichas pueriles, solemnes y amatorias, impiden una plausible explicación clínica de sus actos. En todo caso, lo más relevante de este Plan es su carácter terapéutico, no moral ni literario (Cioran, que ponderó mucho el suicidio juvenil, murió anciano); lo más desalentador es la naturaleza misma de esta dolencia, que dificulta su control y su pronóstico.

Uno tiene la edad suficiente para haber visto algún suicida arrojarse al vacío desde la Giralda (hoy lo impiden unos cierres metálicos). Lo que uno no ve, en ese momento fatal e interminable, es qué amarguras aprietan el corazón de quien se lanza hacia la nada. Uno no ve qué dolores acucian el tierno corazón del niño, el pecho del anciano, la niebla pasajera en que cualquiera de nosotros puede perderse. Que esta realidad dramática pase a ser un considerando clínico y social, una aflicción evaluable, no deja de ser una noticia humana y compasiva. Una noticia, sí, valiosamente antirromántica.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios