La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
El nombre de esta columna, Monticello, alude, como sabrá el lector, a la que fue la hacienda de Tomas Jefferson, uno de los más célebres padres fundadores de los Estados Unidos. Fue el propio Jefferson quien elaboró el proyecto de su casa, inspirado en la arquitectura clásica y en las formas de Andrea Palladio. Él, como otros muchos padres fundadores de la América temprana, soñó con construir una nueva Roma, una República, eso sí, determinada en este caso por la revolución de la igualdad. “Sostenemos como una verdad evidente que todos los hombres son creados iguales”, escribió él mismo en la Declaración de la Independencia. No hace falta insistir mucho en las contradicciones morales de Jefferson, quien murió con cientos de esclavos sirviendo en el mismo Monticello y acompañado de Sally Hemings, una esclava, hermana por parte de padre de su difunta esposa, que le daría seis hijos esclavos, liberados tras su muerte. Pero no son las contradicciones de Jefferson sino sus propias ilusiones las que de alguna forma hoy nos conmueven. Digo esto porque uno de los hombres más inteligentes que ha pisado la tierra, un apóstol del racionalismo, estuvo muy equivocado en lo fundamental de sus pronósticos. Pensó un Estados Unidos esencialmente agrario, con una religión unitaria y donde la esclavitud caería pronto por su propio peso. Ya a su muerte pudo atisbar el poder del capitalismo industrial y financiero o lo irredento del pluralismo religioso, aunque probablemente no pudo imaginar que fuera necesaria una cruenta guerra civil para terminar con la esclavitud y afirmar la Unión. No podemos, incluso con la ventaja que nos da el tiempo, saber si simplemente erró en el juicio o si, por el contrario, se trata de un supuesto arquetípico de confusión entre la realidad y el deseo. En todo caso, la fascinante inteligencia de Jefferson es también un ejemplo de la falibilidad predictiva de los hombres y de cómo ésta tiene causa en la materia imprevisible de la que está hecha la historia, es decir, en nosotros mismos. Las quimeras predictivas que hoy nos conciernen no son las de la inteligencia natural, sino las de los complejos sistemas artificiales donde puede difuminarse la frontera entre la brújula y el oráculo. En este escenario, la terca incertidumbre, paradójicamente, es lo que nos libra de cierto desasosiego. Como nos enseñó Luis Buñuel, al elegir qué calle tomar, sea ésta acertada o equivocada, estamos conociendo al fantasma de nuestra libertad.
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