Confinado y desarmado, la sucesión de malas noticias es imparable y en este estado de cosas, tan alarmante, nos llegaba una mala nueva, otra más, que data del fallecimiento de uno de nuestros dioses de infancia y adolescencia. Se trata de un futbolista que tiene una marca insólita, al menos para un espectador niño que acudía a los dos campos de la ciudad de la mano de su padre y que asombraba por su velocidad y tiro a gol.

Joaquín Peiró se ha ido como siempre se comportó por la vida, en silencio. Él fue el que cerró aquella sangría de talentos que el Calcio nos arrebató al inicio de los sesenta. Primero Luis Suárez y cuando terminó el Mundial del 62 en Chile le siguieron Luis del Sol y Joaquín Peiró. Suárez se iba al Inter de Helenio Herrera, Del Sol a la Juve de los Agnelli y Peiró a un Torino que no terminaba de superar la tragedia de Superga, acaecida cuando los cuarenta tocaban a su fin.

Aquella fuga de talentos se notó en nuestro fútbol, aunque dos años después, y con el concurso de Suárez y en cierta parte de Del Sol, se logró el primer título a nivel de selecciones. Pero yendo a Peiró hay que decir que el que fuera llamado Galgo de Cuatro Caminos formando un ala infernal con el sevillano Enrique Collar logró una marca no superada en nuestros campos. Y es que el hombre se entretuvo una tarde en marcar cuatro goles en Heliópolis para repetir la faena en Nervión.

La primera vez fue en la lluviosa tarde del 4 de noviembre de 1959 en Heliópolis. Hizo dos goles, se lesionó con un tirón muscular, no había sustituciones, se quedó a hacer bulto y marcó otros dos. Tres años después, 22 de septiembre de 1962, hizo lo mismo en Nervión al Sevilla de Antonio Barrios que había sido finalista de Copa. Traté a Peiró cuando entrenaba al Málaga y me pareció una gran persona que sonreía recordando los ocho goles de Sevilla en dos tacadas.