La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
Ha fallecido José Ignacio Jiménez Esquivias en el tiempo que más amaba. Choca escribirlo porque él y la muerte no se llevan bien. Hay tristes que van con ella del brazo toda su vida ensombreciendo las de los demás, cenizos adictos a los gorigori que la sabiduría andaluza llama tíos con mala sombra. José Ignacio era lo contrario: un elegante señor con buena sombra que iluminaba las vidas de los otros. Si mala sombra alude a un carácter desangelado, antipático y sin gracia ya está descrito lo que él no era. Y si buena sombra designa la gracia, simpatía, agudeza, amabilidad y viveza de una persona, ya está retratado de cuerpo, alma y carácter entero.
Nunca hubo tan perfecto nazareno de ruan y esparto que tuviera un alma tan de capa. Como si todo el severo rigor penitencial lo volcara en su tan querida y tan bien servida por él durante tantos años hermandad del Gran Poder como digno continuador de una ilustre saga de servidores del Señor. Era más de Tejera, el Carmen de Salteras y Soria 9 con Gámez Laserna o Morales al frente que de "pitos", más de saetas que de sochantres, más de tertulia de barra que de murmuración de sacristía, más de palios dentados llevados airosamente que de severidades de cajón -¡él, tan del Mayor Dolor y Traspaso!, que ya he dicho que todas las severidades las consumía en su cofradía-, más de felices regresos a sus barrios de cofradías populares -Hiniesta, Gracia y Esperanza, Estrella, Aguas, Candelaria, Encarnación, Refugio, su queridísimo Baratillo, Lágrimas, Rosario, Esperanza o Patrocinio- que de los rigurosos del centro. Como todo lo conocía, todo lo sabía y casi todo lo apreciaba y disfrutaba, era mucho también de la Victoria, la Presentación o las hojarascas de la Carretería. Pero moría con lo que moría en el sentido que morir tiene como disfrutar algo intensamente.
Ante el tribunal del Señor no tendrá ningún problema. Pero ante el de Sevilla recibirá el reproche de no haber escrito, como tantas veces le pedí, sus memorias cofrades. Con él se entierra la sabiduría de un Bermejo, un González de León o un Carrero y la gracia de un Galerín o un Núñez de Herrera. Solo él podía escribir -como hizo en el anuario de su Hermandad- con tan profundo conocimiento de lo aprendido y lo vivido, tanta seriedad para lo serio y tan fina guasa para lo disfrutado. Sean tantos felices recuerdos que deja a sus muchos amigos ese libro no escrito.
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