La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
En el momento presente, tiene uno la impresión de que está de moda ser malo y no está tan bien visto ser bueno. Los personajes dañinos, agresivos, maleducados, parecen alcanzar hoy mayor protagonismo y aceptación. Los buenos no interesan: son simples, pusilánimes, bobos, dóciles. Si de política hablamos, los líderes, en todos los ámbitos de la sociedad, han dejado de ser modelos de gallardía, de autoridad, de lucidez en sus decisiones. Triunfan ahora, a diestra y siniestra, los provocadores, los maestros de la mentira, los cuentistas mediocres. Para éstos, es mucho más importante exhibir la fuerza de su poder que acreditar una mínima preparación.
El odio, la ira, el agravio, son sendas habituales en la vida política actual. La polarización instaura una cárcava insalvable no entre adversarios, sino entre enemigos, a los que además hay que destruir con la mayor fiereza posible. Eso degrada nuestra democracia y nos instala en un clima literalmente irrespirable.
Sí, la maldad suma partidarios y gana elecciones. Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Dicen los expertos que, por una parte, porque, tras la pandemia, se desmoronaron muchas de las expectativas que la ciudadanía tenía sobre su bienestar. Aparecieron, entonces, dirigentes que supieron conectar con la realidad, abanderando el enojo y la exasperación de las capas sociales heridas. Junto a ello, en segundo, la tecnología ha acelerado el ritmo del tiempo. Todo parece poder hacerse bien y enseguida. La velocidad y el vértigo de nuestro mundo, fomenta la ansiedad y, con ella, la estúpida demanda de recibir inmediata respuesta a todo problema. Y ansiedad más malestar igual a una coyuntura peligrosa.
Vale, el escenario es el que es y provoca una convivencia endemoniada. Pero, aun así, ¿por qué nos gustan tanto los individuos crueles? Porque –lo señalé antes– saben acaudillar nuestro hartazgo. El pésimo humor de los más ve en ellos uno de los suyos, gente que encauza su irritación y convierte sus exabruptos en discursos institucionales. Por otro lado, como afirma Martin Szulman en La era de la crueldad, ésta canaliza frustraciones y anestesia la reflexión, envenenando impaciencias en una democracia fatigada. La maldad avanza y capta voluntades. El bien exige un plazo y una moderación que diríase creemos no tener ya.
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