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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

La mano del diablo

La vida turbulenta del jugador muerto ha sido recordada en innumerables crónicas de trabajada y sudada necrofilia

Engaña Dios? ¿Hace fullerías? Con todo su poder, ¿tiene que echar mano de trapacerías para sacar adelante sus designios? Cuando pequeños nos enseñaron eso de que aprieta pero no ahoga, una frase hecha para estimularnos y ayudarnos en los momentos de mayor agobio y desesperación, así que todo lo que exceda de eso mejor dejarlo en manos de los teólogos (profesionales; de los aficionados, de los que hay más que adoquines, nos libre precisamente Dios).

Han dicho estos días atrás que él, Dios, ha muerto. O uno de ellos. Éste jugaba al fútbol y no sé si a los dados, y tuvo una vida turbulenta que está siendo recordada al detalle en innumerables crónicas de trabajada y sudada necrofilia. Está considerado como uno de los cuatro mejores futbolistas de todos los tiempos (de todos los tiempos que tenemos documentados, claro). De los otros tres no he oído ni leído nunca que fueran dioses. Eran tipos que jugaban al fútbol maravillosamente, bastante mejor que el resto. Y ya está.

La espiración divina le llegó al muerto de la semana pasada en México, en el Estadio Azteca, hace ya más de treinta años. Para disfrazar su trampa, en vez de admitirla, tuvo la ocurrencia de declarar al mundo que había sido la mano de Dios. Hay que reconocerle reflejos no sólo sobre el césped, también ya fuera de él, ante los periodistas, siempre proclives al éxtasis con este hombre. Después del gol con el manotazo marcó otro que sí fue celestial. Desde su campo hasta la portería contraria fue escoltado por arcángeles. Nunca la defensa de Inglaterra -en realidad, el equipo entero- estuvo tan poblada de gentlemen. Podrían haber llevado bombín y descubrirse al paso del Altísimo. Sólo les faltó invitarlo al té de las cinco y comentar con él, tirando de flema británica, la jugada.

Uno, que no oculta su simpatía stoniana por el diablo, cree que fue éste en el que en un nanosegundo instigó al crack a que extendiera el brazo, sacara la mano, tangara al portero y dejara sumida a la selección de Inglaterra, una vez más, en una depresión continental. El árbitro dio por válido el gol -no se consultaba entonces ninguna estúpida pantalla- y Lucifer sonrió. Cuando el partido acabó y Argentina enfilaba el rumbo -aunque aún no lo supiera- a su segundo campeonato del mundo y el astro fue requerido por la televisión para explicar ante las cámaras lo que había ocurrido, Dios, del que dicen que está en todas partes, se salió del fuera de juego en el que lo había dejado el príncipe de las tinieblas y le sopló al futbolista en el oído: "Tú di que he sido yo".

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