La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sánchez entra en los templos cuando quiere
De estas dos hermanas sevillanas y alfareras, santas y patronas de la ciudad, más se mantiene la memoria de santa Justa, debido a la estación que lleva su nombre. Pero el martirio que ambas sufrieron bien merece el recuerdo y hasta la hagiografía. A finales del siglo III d. C., una procesión, que llevaba en andas un ídolo, pasó delante del humilde mercado de las hermanas y la gente les pidió algunas vasijas como ofrenda. Puesto que se negaron, fueron destruidas varias de las piezas que vendían y ellas respondieron destrozando el ídolo. Acusadas de sacrílegas, el gobernador Diogeniano las encarceló y sometió a tortura. Mejor será acudir a Pablo Espinosa de los Monteros y buscar entre las páginas, escritas en 1627, de su Historia, antigüedades y grandezas, de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, interesantes pormenores del martirio. El presbítero sevillano acude como fuente de autoridad a san Isidoro, que tuvo a las santas como parroquianas de su iglesia. Y dice que, siendo Justa y Rufina “toda su vida cristianas, y muy fervorosas en la fe”, la pasaban “en vender vasos de barro tomando lo necesario para su sustento, y dando lo demás a los pobres”. Diogeniano, recibida la nueva del destrozo del ídolo, las mandó atormentar: “Colgadas en el ecúleo –potro de tortura– las despedazaron con una manera de garfios de hierro, que llamaban cardos, por las muchas y diversas pullas que tenían”. Insistió Diogeniano en que adorasen a los dioses y así cesarían sus tormentos, “mas la respuesta que daban era confesar a Jesucristo, y perseverar en alabarlo”. Se recrudeció, por ello, el encarcelamiento, con hambre y maltrato, para ser obligadas después a ir descalzas por la Sierra Morena, detrás del propio Diogeniano. Soportaron ambas hermanas el suplicio y, de regreso a Sevilla, santa Justa, consumida por el hambre y el tormento, murió en la cárcel y fue arrojada a un pozo, hasta que Sabino, obispo de Sevilla, supo cómo sacar su cuerpo de allí y enterrarlo en un cementerio que tenían los cristianos en el arrabal de la ciudad –donde la actual Iglesia de los Capuchinos, en la Ronda–. Santa Rufina, que quedó viva, fue echada a un león, en el anfiteatro, para que la despedazase, “mas el dicho León llegándose humilde a la santa (como reconociendo la virtud celestial que estaba encerrada en aquel cuerpo) no solamente no la mató como el juez deseaba, sino antes la halagó con general admiración de los presentes”. Si bien, después “le quebrantaron el cerebro con robustos bastones con que dio el alma a su Creador”, y su cuerpo fue quemado en el anfiteatro. Pero Sabino recogió sus huesos y los enterró junto a su hermana, ambas martirizadas hasta morir en el año 287. Se atribuye a ellas, además, el milagro, en el siglo XVI, de proteger la Giralda, “en una gran tormenta de furiosos y embravecidos aires, que arruinaron gran parte de los edificios de esta ciudad”. El 17 de julio, día de las santas, habrá que recordarlas.
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