El Poliedro

José / Ignacio Rufino

Un millón de gracias, Johan

El fútbol de Cruyff supuso un cambio de paradigma -una disrupción- en los principios y las prácticas del fútbol.

UNA vez me dijo una amiga que envidiaba a esos hombres que eran capaces de convertir un deprimente lunes por la mañana en una tertulia repleta de pasión acerca de un asunto indoloro como, según ella, es el fútbol. Si se pudiera meter en mi pellejo cuando escribo estas líneas recién conocida la muerte de Johan Cruyff, mi amiga comprobaría que el fútbol también puede producirte serio dolor, ese tipo de dolor que se aloja como una bomba de relojería en los más bellos recuerdos que conservas en el paraíso de la memoria. Se lo anuncié a, como diría Forrest Gump, mi "mejor buen amigo" futbolero cuando se supo que luchaba contra una grave enfermedad: "Creo que ese día yo voy a llorar". Dan igual mis lágrimas, claro; sólo las traigo aquí para hacer ver que el corazón de muchos amantes del fútbol está hoy encogido como se te encogía de niño algunas veces al perder un partido, porque, entre otras cosas, no pocos comenzamos a amar este deporte de la mano de El Flaco. Su máxima era simple, pero estaba repleta de sentido común y de futuro: "El fútbol es para divertirse".

Como suele decirse en la ciencia, el juego de Cruyff supuso un cambio de paradigma, lo que hoy un perito llamaría una disrupción. Rapidez y técnica superiores, polivalencia y rigor tácticos, agresividad atlética, la cancha peleada en cada centímetro cuadrado, el valor del equipo por encima de todo: ésos eran algunos de los rasgos del nuevo fútbol que nació de la mano del también apodado Tulipán de oro, que nació para el deporte en el equipo más digno de ser llamado legendario que para mí ha existido, el Ajax de Ámsterdam, ubérrima fuente de talento y club de alta escuela y siempre moderno concepto. Rasgos que trasladaron sin solución de continuidad su naturaleza dionisiaca a la selección holandesa, que fue bautizada como la Naranja Mecánica por su camiseta y por aquella combinación de clase individual, arrollador juego de equipo y precisión propia de un reloj. Fenotipos espigados y esbeltos, melenas y patillas setenteras muy del estilo beat -hoy vintage- tan propio de los amsterdamers, bravos pero deportivos muchachos cuyo compromiso con la victoria iba de la mano de un nuevo fútbol, el de Johan. El Barcelona compró el Santo Grial cuando lo fichó del Ajax, y su contribución al club catalán fue tan grande de jugador como de entrenador: de aquellos polvos mágicos, estos lodos fructíferos. Su inteligencia y saber hacer se remontaron del césped y transitaron al banquillo y a los despachos, aunque siempre fue reluctante a ocupar cargos directivos: él hacía lo que quería, que no es decir poco. Quizá sea decirlo todo.

Un rasgo suyo pervive con fuerza en mi memoria, algo que lo pone a océanos de distancia de la banalidad macarra y egocéntrica tan propia de muchas estrellas del balompié de hoy: cuando metía un gol, daba un saltito y abría los brazos, y en vez de hacer su propio ritual de gorila tatuado, daba la mano o abrazaba apenas a sus compañeros: más bien parecían molestarle los manoseos, y en su actitud tras el gol había un poco de "vamos a lo que vamos y dejémonos de tonterías". Ya de entrenador del Barcelona, el día que ganó la Copa de Europa a la Sampdoria con un gol de un pretoriano holandés suyo, Koeman, cuando sus futbolistas fueron a abrazarlo a la banda como posesos, apenas se quitó el chupachup de la boca, y más que abrazarlos los repelía con la mano.

(Recuerdan en este momento aquel anuncio de televisión en el que él, ya cuarentón, pegaba pataditas a un paquete de tabaco arrugado, para acabar dando una lección de estilo empalmándolo con la izquierda. No es un dolor banal el que sentimos muchos. Es la tristeza por la pérdida de alguien, de algo, que nos hizo la niñez y la juventud más hermosas de lo que de suyo son.)

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