La lluvia en Sevilla

La niña del Alcázar

La vieja Sevilla nos da la posibilidad de fascinarnos con los cimientos sobre los que hacemos vida

Los muertos, si son de buena calidad, retoñan siempre", escribió el gran Max Aub. Así me imaginé, mientras leía la noticia del hallazgo arqueológico, el cadáver de la niña que acaba de aparecer en un sarcófago en una capilla de los Reales Alcázares: retoñada, como la vegetación toda del palacio en este instante, con costillas de verdín, con una réplica en miniatura del jardín inglés en el interior de su caja torácica, con el cráneo florecido, viva a su manera con su vestidito medieval y sus zapatos de difunta. Ni la muerta que inspiró el personaje de Sierva María de Todos los Ángeles, con su cabellera roja de 22 metros y 11 centímetros -en cierta ocasión, visité su cripta del antiguo convento en Cartagena de Indias- me pareció un descubrimiento tan tierno. Mientras leemos la noticia, casi podemos viajar al momento de la muerte de esta damita principal de cinco años, asistir al entierro solemne en el Palacio Gótico y abrazar a sus desconsolados padres y, con ellos, a todas las madres y padres que han sufrido la tragedia de perder a sus criaturas. Vivir en una ciudad que es antigua desde su fundación quizá procure ciertos inconvenientes a quienes proyectan sobre plano el futuro de la misma, y a quienes emprenden obras y reformas que la historia hace detener en nombre de lo que fuimos; pero a los habitantes de este presente nos regala de cuando en cuando la posibilidad de fascinarnos con los cimientos sobre los que hacemos vida. El esplendor de los baños árabes, que salieron a relucir hace poco en la reforma del bar Giralda, nos despachó media ración de belleza arquitectónica. Pero ni es necesario el hallazgo repentino: pecios que emergieron hace mucho, como las silenciosas y soberanas columnas de la calle Mármoles, nos siguen sobrecogiendo en su rinconcillo. Es prácticamente imposible pasar por delante de ellas sin saludar a quienes vivieron en la cota romana de esa calle. Abrazarnos con quienes ya no están es una de las ventajas que tiene estar viva en un lugar por donde pasaron muchas vidas.

No sé dónde leí -ni si es cierto- que en abril el río expulsa a los cadáveres. Pero me atrapó la idea de que hubiera un momento cíclico donde los pecios de otro tiempo ascendieran a la superficie. Tampoco sé si estos hallazgos, como el de la niña del Alcázar o los baños árabes del Giralda, los hubiéramos tenido ahora sin una pandemia que lo hubiera detenido todo. Quiero pensar que, en el presente, que es ahora un poco menos frenético que de costumbre, hemos hecho un espacio entre la muchedumbre y la urgencia, y que es por eso que aparecen restos del pasado, y con ellos, la posibilidad de volver a asombrarnos y de meditar no ya sobre la historia, también sobre nuestro presente y futuro. ¿Quién nos hallará en siete siglos? ¿Qué encontrará? ¿Alguien, en ese entonces, se emocionará al escribir sobre nosotros?

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