La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
En medio de un atasco que me pilla cruzando un puente sobre la dársena del río, me pregunto cómo demonios se llama el último premio Nobel de Literatura. Sé que es húngaro, que tiene un nombre endiablado y que no lo he leído. ¿Es Lazlo Karastoray? ¿O Kraskorniakay? Imposible saberlo. Como el atasco se alarga, cojo el móvil –me declaro culpable, señor agente– y compruebo el nombre del escritor húngaro premiado: Lázló Krasznahorkai. Y lo poco que voy sabiendo de Krasznahorkai –el atasco se alarga– no me inspira demasiadas ganas de leerlo: los comentarios lo definen como denso, profundo, complejo y posmoderno (Dios santo, salió el adjetivo), y por lo visto, le gusta escribir frases larguísimas sin puntos y aparte. Leo que algunas de sus novelas han sido adaptadas al cine por Bela Tarr –un director que me interesa mucho–, y que la adaptación de Tango satánico dura siete horas y media. ¿Siete horas y media? ¿De verdad son necesarias tantas horas para una película?
En una época como la nuestra, en que la atención del ser humano se ha reducido a los niveles de los mamíferos inferiores, está muy bien que se premie a un autor como Krasznahorkai, que parece exigir una lectura tan atenta como entregada. En este sentido, bienvenido sea. Pero uno se pregunta si los jurados del Nobel no están jugando al ratón y al gato con los lectores. Lo digo porque en estas últimas convocatorias han tomado decisiones bastante incomprensibles. Para mí, el único Nobel indiscutible de la última década ha sido el de Bob Dylan –un coloso que ha marcado nuestra época y ha dejado su huella en todos nosotros–, pero los demás premiados reúnen méritos más bien difusos. ¿Lo merecía Annie Ernaux, tan activista? ¿Lo merecía el noruego Jan Fosse, tan extraño, tan impenetrable? ¿Y el zanzibareño Abdulrazak Gurnah, del que nada sabíamos y del que nada seguimos sabiendo? Y podríamos seguir y seguir.
Lo que ocurre, quizá, es que esta época se ha vuelto tan apabullantemente caótica que ya no hay obra literaria que pueda representarla, así que todas se quedan en pálidos tanteos que pecan por exceso –como nuestro Krasznahorkai– o por defecto, como muchos de los recientes ganadores. Y a todo esto, el atasco continúa en el puente. Y seguimos donde estábamos.
También te puede interesar
Lo último