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La tribuna

Federico Durán López

Las pensiones en el aire, los pies en la tierra

VUELVE el debate acerca de la sostenibilidad del sistema de pensiones. Tras unos años de aumento sostenido de las afiliaciones, y de mejora de la relación entre cotizantes y pensionistas, con cuentas anuales de la Seguridad Social con superávit que han alimentado el Fondo de Reserva, el impresionante ajuste del empleo al que estamos asistiendo (la Encuesta de Población Activa del primer trimestre del año ya refleja más de cuatro millones de desempleados, con una tasa de desempleo superior al 17%) ha empezado a encender luces de alarma y a reverdecer preocupaciones por el futuro del sistema de protección social y, en particular, por las pensiones.

¿Es viable a medio y largo plazo el actual sistema de reparto, en el que las cotizaciones de los trabajadores en activo cubren las pensiones de los jubilados? Sí, pero. El pero no es otro que la necesidad de mantener abiertas, permanentemente, las reformas que vayan resultando necesarias. Poner el acento en estas reformas no significa apostar por un sistema de capitalización que, a diferencia del de reparto, hace depender las pensiones del esfuerzo de ahorro y previsión individual. El sistema de reparto apuesta por la solidaridad intergeneracional y es plenamente sostenible.

El ahorro individual es una prudente medida de previsión y de garantía de futuro, pero no hay que olvidar que muchos fondos de pensiones están en estos momentos en rentabilidad negativa. Y los fondos de pensiones empresariales pueden jugar un papel complementario relevante, aunque tampoco hay que olvidar los problemas que han generado. Basta pensar en la losa que para la fusión Iberia-British supone el déficit del fondo de pensiones de los pilotos de esta última, o el impacto que en la industria automovilística americana han tenido los compromisos asumidos al respecto por las empresas.

Pero si no queremos que las pensiones estén en el aire, tenemos que asentar los pies firmemente en el suelo. Una de las voces más conocedoras de los entresijos reguladores y financieros de la Seguridad Social y, al mismo tiempo, más sensata a la hora de abordar sus problemas, la del secretario de Estado, Octavio Granados, lo ha puesto de manifiesto recientemente: el sistema de pensiones tiene un problema demográfico clarísimo y necesita hacer reformas de manera continua.

A la hora de plantear esas reformas, no hay que olvidar que la edad de acceso a la jubilación se fijó en 65 años cuando la expectativa media de vida de un trabajador industrial alemán era de 47. Ello equivaldría a situar ahora dicha edad por encima de los 90. Evidentemente, no se trata de plantear un ajuste drástico, pero sí hay que cuestionarse el mantenimiento, como regla general, de los 65 años. Y hay que introducir racionalidad. Primero, porque lo más urgente sería conseguir un acercamiento de la edad real de jubilación (actualmente situada en una media de 62 años) a la edad oficial. Y segundo, porque, como dice el secretario de Estado, no tiene sentido que un obrero se jubile a los 67 y un banquero a los 50. Ni que se sigan articulando políticas, como la de la mayoría de las Universidades públicas, que fomentan el abandono de la actividad de los catedráticos a los 60 años, percibiendo no sólo el íntegro de la pensión sino también un complemento para alcanzar el 100% de las retribuciones en activo hasta los 70 años, mientras que el retiro anticipado en otras actividades, plenamente justificado, se condiciona a un mayor esfuerzo de cotización, tanto de empresas como de trabajadores, a lo largo de la vida laboral de estos (para garantizar, precisamente, la neutralidad, para el conjunto del sistema y desde el punto de vista financiero, de la medida).

Al mismo tiempo, se hace necesario calcular el importe de la pensión en función de toda la vida laboral del trabajador. Primero, porque, en justicia, la pensión percibida debe reflejar toda la historia contributiva, estableciendo una relación más justa entre lo aportado y lo recibido. Y segundo, porque ello beneficiaría, en la mayoría de los casos, al sistema, haciéndolo más sostenible financieramente, pero también, en ocasiones, al individuo, ya que en el actual contexto de crisis cada vez son más los casos en los que el esfuerzo contributivo que se realiza en los últimos años de la vida profesional es menor.

La nuestra es una sociedad madura y hemos de erradicar los planteamientos de que no se puede crear alarma entre la población. Las tendencias conservadoras e inmovilistas que atenazan la política de reformas son la vía más segura para provocar la catástrofe y para dejar en el aire los derechos y los beneficios sociales que se pretenden defender.

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