¡Oh, Fabio!
La nueva España flemática
Me volvía loca cada vez que en Bolivia oía a mis anfitriones explicarme que “Aquí somos muy mediterráneos”. ¡Pero si estábamos en un país sin mar y en las antípodas del Mare Nostrum! Lo que querían contarme, con poco éxito, era precisamente que habitan en mitad (medi) de la tierra (terraneum), sin salida mar, y que eso influía en su carácter. Dicho así, a la boliviana, podemos afirmar que buena parte de los andaluces somos mediterráneos, esto es, de tierra adentro. “Lo mío nativo es el mar”, escribía Carlos Edmundo de Ory. No es mi caso ni el de millones de compatriotas que, un día inolvidable, nos vistieron de domingo y nos llevaron a conocer el mar. Yo tuve suerte y lo conocí de chica. El poeta Aníbal Núñez murió sin verlo.
A pesar de las molestias que causamos, es de justicia que los aborígenes de las costas de Andalucía se avengan a compartirlas con los andaluces de Jaén, Córdoba y Sevilla, y también con los de sus respectivas zonas interiores y montunas. Nuestra visita veraniega a la playa comparte o compartía un punto con aquellas emigraciones, por aquello de las hambres, a Cataluña o Alemania: los del mismo pueblo nos trasladamos, en plan efecto llamada, a otro mismo pueblo. No es casual que en Manlleu, en Barcelona, haya una plaza dedicada a Alcaudete, Jaén. Del mismo modo nos hemos repartido por la costa los de tierra adentro en cuanto tuvimos la oportunidad de salir de vacaciones. Puede pintarse nítidamente en un mapa la expansión costera de los menesterosos de la brisa: Sevilla la toma en Matalascañas, Punta Umbría y Chipiona; Córdoba y Jaén desembarcan -distribuidos los pueblos por pueblos- en Málaga, Granada y Almería. Las de Jaén nos repartimos con Córdoba Fuengirola, y desplegamos nuestras vocales sobre la arena de Torre del Mar. Últimamente exploramos incluso más allá, llegando hasta Salobreña para pasar el día, e incluso alquilamos en Roquetas. Habrá quien, por querer hacerse el distinguido, desprecie el carácter popular de compartir la playa con gente de su terruño. Aunque puede llegar a ser cansino -una sale de su lugar loca por perder de vista- hay algo entrañable en ir a lo que mi padre denomina la “Playa del Sobaco moreno”, pues ya lo tiene negro de ir por ella levantando el brazo para decir a los paisanos “¡Manuel, nos vemos!”. Y tanto que nos vemos.
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