Lo político es sinónimo de parcialidad y conflicto. La Constitución, el propio Estado, es un marco de integración. La tensión que existe entre estos dos enunciados es palpable para cualquiera. La esencia de cualquier gobierno democrático es ideológica, nunca neutral. Su cometido es el de hacer política, realizar en la medida de lo posible y con los instrumentos y límites que le impone el derecho, la oferta que se hizo a la ciudadanía. Ahora bien, quien gobierna sabe que no gestiona los intereses de su facción, sino los intereses generales y, también, que su legitimidad no es perenne. Tan esencial a la democracia es lo político como la propia alternancia en el poder. Por eso llamamos hombres de Estado o política de Estado a aquellas acciones de gobierno que tienen algo de decepcionante para la propia facción, pero que buscan materialmente la integración y unidad de la comunidad política. Aquí, desde luego, el lenguaje posee una importancia capital. Una decisión política compleja, pensemos, por ejemplo, en unos indultos, puede comprenderse como un acto a favor de la normalidad democrática, y no como un ejercicio de cálculo partidista, cuando se articule un discurso que persuada de ello a aquellos que se oponen a dicha opción. La democracia de partidos obviamente no te impone la neutralidad, pero sí existe un deber de comprender en todo momento la existencia de los otros y de dirigirte a ellos. Todo gobernante posee así dos cuerpos, el cuerpo de la facción y el cuerpo de la institución y ambos son indispensables. Cuando desde la facción política se quiere imponer la ficción de que se representa la voluntad pura de todo el pueblo, existe un alto riesgo de que se produzca una quiebra en la propia comunidad. Si comprendemos lo político como una pura expresión de la dialéctica amigo enemigo el pluralismo es una realidad que erradicar. Si, en cambio, nuestra comprensión de lo político es democrática, el pluralismo se verá como una circunstancia de la comunidad, que ha de ser asumida por todo gobierno y especialmente por su Presidente, ya que no podemos obviar que, materialmente, en los sistemas parlamentarios el Presidente del gobierno posee una extraordinaria representatividad. Así, un candidato a ese honor, debería tener la virtud cívica suficiente para reprochar, en noche electoral, vítores de su facción como el “no pasarán” o “que te vote Txapote”. Y un Presidente, aun en funciones, el decoro de felicitar al vencedor, ya sea triste su victoria.

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