Primera y última memoria

19 de agosto 2025 - 03:07

Escucho afirmar que los niños chiquitos no guardan memoria. Quizá por eso hay quienes se atreven a abusar de ellos. No sé qué dice de esto la neuropediatría, de lo que sí estoy segura es de que agosto de 2025 quedará tallado en oro en los dentros de Agustinillo (3 años) y de otros individuos de su calaña y talla. Sus difusísimos recuerdos –tal vez sensaciones o vislumbres– le calentarán el alma cuando ya de grande le haga falta abrigo y confianza.

Llego a la conclusión que acabo de enunciarles mientras ayudo a Agustinillo a emerger de una trepidante zambullida (se tira de panza) y se acoge en mis brazos, con sus manguitos, sus incomprensibles gafas de bucear y dos velas de mocos verdes por bandera. Ese cuerpito registra el entusiasmo, el olor a cloro y a higueras, el sol bajo, las chicharras, la seguridad en mis manos. Lo mismo que computan los agostos –me rechistarán ustedes–, los febreros también ahorman el carácter y las vivencias de las y los chaveas. Pero no tanto –les respondo–; pero no así. Porque en agosto, en el “verano que te bañas en los ríos”, diría Octavio Paz, los chiquillos son tan felices, o así debiera procurarse. Y esto que digo no tendría que ser un deseo sino un derecho fundamental de toda infancia. Hagan memoria y lo entenderán. Estoy con Héctor Abad Faciolince cuando, en El olvido que seremos, libro dedicado a la figura de su padre, escribe: “Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad”. Habrá suscritos al dogma de la letra con sangre entra que rechacen de frente esta tesis, o que crean que apuesto por no señalar los límites a las criaturas cuando hace falta. Insisto en invitarles a que revisen los agostos que forjan lo mejor de ustedes.

Mi tía Dolores ya no nos conoce, ni a su hijo, de mi misma edad, ni a mí. Cuando vamos a verla a la residencia, vive nuestra visita con tanta elegancia y gratitud como extrañeza. Ni idea de quiénes somos. Hasta que mi primo le enseña en el móvil la foto de cuando éramos los niños de tres años que chapoteaban en el estanque. A esos micos (trepidante zambullida con manguitos, mocos verdes por bandera) sí que los reconoce enseguida. Lo mismo que nosotros a nosotros mismos –primera y última memoria– junto a ella.

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