
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sevillanos sentados
La aldaba
Pichardo cerrará en otoño. Adiós a un comercio que resolvía mil urgencias de disfraces para el colegio y las fiestas, para conseguir artículos de broma y muchísimos otros complementos. Fue un adelantado a las tiendas de chinos. En Pichardo había casi de todo. Tenía eso que hoy se llama 'marca' sin necesidad de campañas de publicidad. Pichardo es todavía, ay, uno de esos comercios donde se encuentran soluciones. La falta de relevo generacional, la dificultad de acceder a un centro histórico sacrificado en el altar del turismo depredador y la competencia asiática laminan las opciones de futuro de un negocio que cuenta con más de 70 años de atención al público. Se irá Pichardo como se fue el Bazar Victoria con sus cientos de artilugios de cocina, trampas para cazar ratones, tablas de planchar y todo tipo de menaje para el hogar. Como se fue Uclés con sus productos exquisitos y la elegancia en la atención a la clientela, difíciles de hallar en una ciudad vulgarizada. Como perdimos La Casa de las Esencias de la calle Cuna, hoy sustituida por un antiestético comercio de comida rápida, puro ejemplo de contaminación visual. Como se nos ha ido la sastrería Derby de General Polavieja, donde ya se anuncian paellas, o como echó el cierre La Juguetería Cuevas, la de las maquetas de aviones, los trenes, los coches y otros artículos de selección. Ahora hay un bar de copas con un nombre pretendidamente evocador: La Juguetería. Pero no respetó el friso de azulejos. Como cerró el Oriza, con sus ventanales hacia la calle San Fernando y Curro Romero en el comedor disfrutando de un chuletón Villagodio.
Cada generación de sevillanos tiene una Sevilla que se cierra. Por eso se valora que sigamos con la papelería Ferrer, Antigüedades Lola Ortega, Ochoa, Morales, el Rinconcillo o el Laredo, por poner algunos ejemplos. Que sean negocios abiertos y en manos de empresarios locales porque son los que contribuyen a hacer única una ciudad. No se trata de entonar cánticos nostálgicos, ni de idealizar una ciudad que se presta al ripio, la cornucopia verbal y el pestiño del pregón. Hay una Sevilla que echa el cierre, como la hubo para la generación anterior. Y cuando se baja la persiana de ciertos comercios o tabernas desaparecen lugares que formaron parte de nuestras vidas. O de la de nuestros padres o abuelos, que así nos lo contaron. Nos lo confesaba el recordado profesor Márquez Villanueva desde su despacho de Harvard: "Nací en una casa de la calle Oriente que ya no existe". Tal vez sea que las grandes ciudades son como los seres humanos. Evolucionan y tienen la capacidad de morir lentamente. Al menos en Sevilla somos de Esperanza. Con mayúscula. Aunque algún día podamos meditar y decir eso de que vivimos en una ciudad que ya no existe.
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