¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Ussía, el último acto del “otro 27”
Ayer, yendo a un entierro a un pueblo cercano, pasamos precisamente junto al cementerio de la capital. El camposanto, que sabíamos bellísimo tras las altas tapias tras las que se veían las copas los vigorosos cipreses, nos recordó a dónde y por quién íbamos, y cuánto íbamos a echar en falta a la persona que ya faltaba, y que ojalá que nuestra memoria y añoranza llegara a ser una décima parte del amor que ella, religiosa y misionera, distribuyó con talento, ejemplo y parsimonia entre su gran familia. No menciono al amor, no sabría hacerle justicia.
En fin –fin temporal, espera uno–, que tiramos de broma. Habitual, eso de recordar con risas llovidas al finado en los adioses de nuestros mayores. Pues resulta que también acaba de morir un bar mítico y sencillo que se situaba “al otro lado de la carretera” –¿es ese “lado brillante” al que canta Van Morrison?; ¿es, el otro, oscuro por completo?–. En los azucarillos del establecimiento rezaba “Aquí se está mejor que allí”.
Tirando de ilusión, cabe poner en duda el cachondeíto del sobre que cursa con platillo de loza y cucharilla. Quizá allí no haya nadie –mi madre, de sólida fe, lo daba por seguro–, sino que están en un sitio llamado Paraíso, Dios mediante. Y, por tanto, entre las lápidas, nichos o mausoleos con que las familias envanecidas de orgullo muestran su afán de eternidad, se dan unos paseos mejores que los ratos de aguardiente y cafeles que se servían en el “bar muerto” (que suena a mar interior; al inerte, zaíno y esclavo del salitre reino de la extinción).
También en otros lados del cementerio que dejamos a la derecha, el abrir y cerrar de ojos y la futilidad de las glorias de Valdés Leal se sustanciaban en una promoción inmobiliaria anexa de postín, que ha estado en ruinoso cierre cuando, mala suerte, el juego de las vueltas alrededor del tocadiscos dejó a su promotor sin silla. Y el llamado Vacie. La marginación ponía el ter vértice metafórico de un triángulo que nos pone en nuestro sitio: el de la fugacidad y, por tanto, la obligación de amar la vida, con vaivenes desde el éxtasis a la total serenidad de ánimo y la plenitud que calienta el corazón. Más cercano que la promoción inmobiliaria que nació muerta al cipresal del “barrio de los tranquilitos”, que decía mi madre a las necrópolis contemporáneas, se veía un asentamiento marginal como no hay otro en la ciudad. Y no estaban sus habitantes muertos: seguro que algunos estaban de parranda y pataíta de bulería.
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