La lluvia en Sevilla

A qué suena Sevilla

¿A qué suena la Sevilla actual ¿Cómo ha cambiado el mapa sonoro de la ciudad desde hace veinte años

Prohibido jugar a la pelota, o Prohibida la entrada a perros, bicicletas y balones, rezan algunos carteles que encuentro en plazas y patios. En alguna de esas plazas –lo pienso siempre que paso bajo el cartel– de facto resulta imposible jugar al balón ni a nada, porque el espacio entero está ocupado por veladores. Leo en este su Diario que Emvisesa ha modificado su protocolo de convivencia, de modo que los chiquillos ya no pueden jugar a la pelota en los patios de los bloques. Por lo que veo, la medida parece bastante popular; hay mucha gente que valora y revive emocionada su infancia de juegos en las plazuelas de Sevilla con la misma pasión con la que persigue los gritos y carcajadas de los chiquillos actuales, y clama por la implantación de medidas coercitivas contra todo perro, bicicleta o balón que no sean los suyos. Como si acaso los chaveas, y no la falta de respeto y civismo de sus progenitores, fuesen el problema. Lo que hasta hace no mucho se abordaba con dos dedos de frente, confianza y colaboración vecinal, ahora requiere de “protocolos de convivencia” y hasta de la judicialización de las comunidades de vecinos, algunas de las cuales tienen más letra menuda que el BOE. A la poca vergüenza de unos, incapaces de enseñar consideración a sus hijos, se les suma la piel fina de otros, que se sueñan cartujanos. Mientras unos y otros se sacan los ojos, el niño se tiene que comer la pelota. Luego dirán que si la infancia está empantallada y rechoncha.

Hace años, había un museo de la ciudad y, en él, una especie de instalación sonora en la que podías sumergirte a escuchar a qué suena Sevilla por sus puentes, en sus barrios, en distintas épocas del año... Era un placer emboscarse en aquellos sonidos reconocibles, actuales y entrañables. Podías oír la locución del barco que pasea por el canal, una banda ensayando a lo lejos, el ambiente del parque, tráfico, la bulla en silencio, chiquillos. Me pregunto a qué suena la Sevilla actual y cómo ha cambiado el mapa sonoro de la ciudad desde hace veinte años a esta parte. Han variado, ciertamente, el sonido y los ruidos. Quizá hemos perdido ruidos –y no todos, seguimos siendo resistentes a la estridencia y a la gente que habla a alaridos–, pero también hemos perdido sonidos que nos eran acogedores y propios. No hablo ya de esos perros que le ladran a la puesta de sol, de los gallos tempraneros, los pregones de la fruta, el afilador, los Incansables de Torreblanca o del sonido de las fraguas. Hablo, pongo por caso, de las niñas y los niños que juegan en la plaza o en el patio, de la gente que silba una melodía, de las vecinas que se saludan. Ubi sunt. Como las personas, como cada cual a sí mismo, las ciudades merecen ser escuchadas con toda atención, a ver qué nos cuentan, a ver qué les sobra, a ver qué han perdido.

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