NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
El duende, esa criatura mitológica más resbaladiza que un unicornio con resaca ha sido objeto de debates, tertulias y exaltadas peroratas en ventas y decimonónicos cafés cantantes desde tiempos vetustos. No es un duende verde ni de gorro picudo. Este es más bien un ente neutro, una especie de wifi apasionado que se cuela en el pecho del cantaor o bota en los pies de la bailaora cuando menos se lo esperan. Decimos los flamencólogos –profesión que, sorprendentemente, no requiere bata blanca– que el duende flamenco no se estudia, no se compra y, mucho menos, se planea. Surge, y punto. A veces a traición. Una mirada al vacío, un quejío mal colocao, un zapatazo contra la tarima en el momento preciso, y ¡zas! Ahí está el duende. Se dice que si lo tienes, te cambia la cara, se te frunce el alma y hasta la ceja se arquea con más arte. Si no lo tienes, bueno, siempre puedes echarle la culpa al técnico del sonido. Pero no contentos con esta criatura voluble, los flamencos también hablan del pellizco. No confundir con la acción física de la abuela cuando no nos comíamos la pringá.
Este pellizco es abstruso: es el apretón emocional que te da el arte cuando alguien canta con tanta verdad que te dan ganas de cambiar de vida, mudarte a Cádiz y aprender a tocar las palmas a compás. Ahora bien, ¿cómo distinguir entre el duende y el pellizco? Fácil: el duende lo tiene el artista; el pellizco lo sientes tú. Si ves a un cantaor sudando como cogiendo algodón y tú te quedas igual, lo siento, ahí no hubo ni duende ni pellizco. Quizás humedad. Pero si te salta una lagrimita sin saber por qué, enhorabuena: el duende ha pasado, te ha pellizcado y ni te ha pedido permiso. En conclusión, el duende y el pellizco son como los buenos chistes: imposibles de explicar sin arruinarlos. Pero eso no ha impedido que legiones de poetas, musicólogos y cuñados andaluces se dediquen a teorizar sobre ellos como si de física cuántica con volantes de Salao se tratara. Mientras tanto, los flamencos de verdad callan, se suben al tablao, y cuando les da por ahí, se arrancan. Y si hay suerte, ahí estará el duende, pellizcando donde más duele. O más gusta. ¡Ay, el duende, cuánto jurdó han ganado los copistas que saben fingirlo como un dolor de tripa para no ir al tablao!
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