EN vísperas de una Diada netamente independentista que ha vuelto a apoyar y de la que volverá a estar ausente, el presidente de la Generalitat, Artur Mas, ha sorprendido a propios y extraños con unas declaraciones en las que, en contra de su posición anterior, reconocía que no va a convocar el referéndum independentista al que se comprometió para 2014 si el Gobierno de la nación, como está obligado, prohíbe su celebración en aplicación de la legislación vigente que le otorga esa competencia en exclusiva. Al día siguiente, en un encuentro con su aliado de Esquerra Republicana, Oriol Junqueras, se contradijo de nuevo al subrayar la vigencia del acuerdo al que llegaron tras las elecciones autonómicas que consagraron su fracaso: se hará la consulta en 2014, como estaba previsto. No obstante, se ha sabido que Mas ha mantenido contactos discretos con el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, lo que apunta a la posibilidad de una negociación que evite las tentaciones rupturistas del nacionalista anteriormente moderado. Con su inconsistencia habitual, el presidente catalán va dando bandazos en función de su interlocutor de cada momento y de los acontecimientos y expresiones secesionistas que tanto ha contribuido a fomentar y que hace tiempo han escapado a su control y a su liderazgo. Por un lado, Mas pretende salvaguardar su alianza con los democristianos de Unió, enemigos de una consulta que tenga el rechazo del Gobierno español, y permanecer atento a los avisos de los sectores financieros, empresariales e intelectuales que le advierten contra la precipitación del proceso autodeterminista en marcha, que consideran perjudicial para Cataluña. Por otra, intenta contentar al partido independentista por excelencia, ERC, del que depende su propia continuidad, ya que no cuenta con mayoría en el Parlamento de Cataluña. Finalmente, ha asumido la tesis de que es preferible modular el ritmo de la reivindicación independentista a fin de que cuando vuelvan a ser llamados a las urnas los ciudadanos se haya producido un cambio de la situación económica catalana, marcada por los recortes y el empobrecimiento de la sociedad. Todos estos factores se combinan para hacer de Artur Mas un dirigente político sin rumbo claro y, en consecuencia, poco fiable para todos los sectores en liza. Si la voluntad de atemperar las exigencias nacionalistas y no provocar la confrontación con el Estado llegara a confirmarse será una buena noticia, para Cataluña y para el resto de España. En estas condiciones el Gobierno de la nación podría tenderle una mano. Con una condición inesquivable: nada podrá hacerse contra la legalidad vigente mientras esté vigente.

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