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La ciudad y los días

Carlos Colón

El vicio de la lectura (I)

POCOS vicios son tan difíciles de erradicar como los que se consideran virtudes. La lectura el primero de todos". Escribía esta desconcertante sentencia Edith Warton (recuerden sus novelas La edad de la inocencia y La casa de la alegría, llevadas al cine por Scorsese y Davies) en su librito El vicio de la lectura. Se pregunta en él si es bueno que el hábito de la lectura se democratice, extendiéndose al mayor número posible de ciudadanos, o si es preferible que se restrinja a una élite. Lo escribía en 1903, durante la definitiva eclosión de la producción industrial y el consumo masivo de cultura. A esas alturas las editoriales ya se habían convertido en poderosas empresas que buscaban el éxito de ventas bajando al nivel del limitado gusto de millones de lectores alfabetizados pero no educados.

Su reflexión se inscribía en una tradición pesimista representada desde el siglo XIX por ese editor inglés de periódicos tradicionales que, desesperado ante el auge de la prensa popular amarillista, exclamó: "Hoy los periódicos se escriben para quienes saben leer pero no saben pensar". Este pesimismo creció a la par que la cultura popular de masas, halló una plasmación canónica en La rebelión de las masas de Ortega y Gasset, publicada a finales de los años 20; y culminó en las críticas apocalípticas de, entre otros, Horkheimer y Adorno. 

La reflexión de Edith Warton vinculaba la calidad de los escritores a la de los lectores. Pocos y buenos -es decir, educados- lectores permiten a los buenos escritores plantearles obras exigentes. ¿Y no podría haber un término medio de calidad para el gran público o coexistir la exigente producción minoritaria para las élites y la producción masiva para consumo de las multitudes que devoran novelas sensacionalistas? La escritora creía que no. El afán de lucro de las editoriales y la presión de las masas lectoras restringirían los espacios de creación exigente. En esto coincidía, anticipándose, con el pesimismo de Ortega: "Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado".

¿Sería eliminada la gran literatura, barrida por la masificación de la lectura, aplastada por la conversión del libro en mercadería, asfixiada por editoriales convertidas en fábricas de libros? Porque en las sociedades democráticas, para bien y para mal, el número es poder. Y Edith Warton teme el poder de la masa lectora que "conoce la tremenda fuerza de la desaprobación como arma crítica y la convierte en su principal defensa contra la irritante exigencia de admirar lo que su limitación le impide hacerlo". Continuará mañana.

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