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No cabe duda de que debo estar equivocado. Es imposible que uno tenga la razón mientras los demás ven las cosas diferentes. Quizás sea la edad o tal vez esa especie de presunción que llevamos a cuestas, eso de poner negro sobre blanco o hasta intentar ver el mundo bajo el prisma de la poesía como si eso sirviera para algo. Siempre pensé que la denominación de “zona peatonal” o “preferencia peatonal” significaba “preferencia del hombre ante la máquina”, pero tal parece que no es así.

La calle San Jacinto, en Triana, se puede llamar de cualquier manera menos peatonal: ciclistas que corren despavoridos y quedan libres de ser identificados, patinetes que pueden romperte un tobillo y a los ancianos una cadera y todos, por lo visto, analfabetos, por no saber leer un cartel seguramente hecho para liliputienses.

Lo demuestran cada día con el peligro de arrasar a cualquiera de las criaturas que juegan intentando aprender a ser hombres. Turismos –y no me refiero a los legalmente autorizados– que atraviesan desde el Altozano o Alfarería hasta Pagés del Corro, seguramente para evitar que el motor de sus coches se canse demasiado. Lo vemos a diario pero no pasa nada. Sólo el grito de “¡cuidado con el niño!” es suficiente para que todos miremos hacia el lugar de la posible tragedia.

Siempre pensé que el fomento de la utilización de las bicicletas era acertado, por lo que conllevaba de cuidado medioambiental además de sano ejercicio corporal, pero, ¿de verdad es necesario que pasen por los espacios peatonales como alma que lleva el diablo? ¿Quién identificará tanto al vehículo como a su dueño en caso de un accidente? Yo, mientras tanto, me he quedado con el cristal del reloj roto y con un monólogo que no sé para qué servirá. 

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