Esteban Fernández-Hinojosa

Civilización versus barbarie

La tribuna

El destino ha querido que el mismo día que la Organización Médica Colegial homenajeaba a los médicos caídos 189 diputados aprobaban el informe sobre la ley de eutanasia

Civilización versus barbarie
Civilización versus barbarie / Rosell

02 de enero 2020 - 02:31

Afirma Aristóteles que el mal es la privación del bien. Pero veo en el mal masa y volumen, lo veo "encarnado". Muchas injusticias, perpetradas en nombre de la compasión, son cometidas por personas que contemporizan con él y acaban creando el infierno. La Historia está tejida de horrores cometidos con lucidez, y cuando se intenta recomponer ese telar, lo primero que asoma es el mal agazapado en el corazón humano. Y entonces uno se formula críticas a sí mismo: ¿qué me conducirá al mal? ¿será la época? ¿una irreparable decepción con mi propia biografía? Tengo la impresión de que la hipótesis del pecado original está tan fundamentada que ni siquiera es una hipótesis. Aunque la caída del hombre hacia el demonio de la Historia, llamada de mil formas, ha sido objeto de incontables análisis -ya en los primeros capítulos del Génesis despuntan tesoros inagotables, de esos que discutiría con fruición con los antropólogos filósofos, tan aplicados al estudio de la verdad del hombre-, en ninguna fuente encuentro explicación verosímil sobre el origen de la atracción que esta radical tragedia ejerce sobre nosotros. Más evidente parece que en un mundo materialista resulte imposible concebir la responsabilidad humana en los acontecimientos históricos; pues si, como afirma A. Comte, sólo subsisten las leyes de la química, entonces todo está permitido.

El mal -argumenta el filósofo García-Baró- no es tanto el que se sufre como el que se inflige. Quien tortura a un niño o un animal, quien humilla a una mujer, destruye el escaso y frágil horizonte de sentido que ofrece la realidad. Tal desequilibrio maniqueo, encarnado en el lecho profundo de nuestra naturaleza, requiere una presencia trascendente, una suerte de voz que interpele y armonice ese fondo. Ante ella, la condición para que se dé, o no, la caída no puede ser otra que la libertad. Sin embargo, el fundamento trascendente no impide sentir en el cuello el frío aliento del infierno metafísico si la responsabilidad no comparece. Uno disfruta de buenos amigos, de la lectura de grandes poetas vivos de su ciudad, incluso de tiempo y silencio -inaudito privilegio- para escribir meditaciones como la que el lector tiene delante. Pero esos gozos no cancelan la pregunta por los "descartados": ¿dónde hallan estos su válvula de seguridad? Sin el fundamento de una ética trascendente, ¿qué órgano sensible puede percibir las sutiles ondas de la barbarie? Vivimos en el mejor de los mundos, pero no en el mejor posible, y quizá por eso la lectura de algunos pasajes bíblicos, como aquéllos en los que Jesús se dirige a los niños o los cansados y agobiados, cobra un sentido reparador.

Siendo oscura la naturaleza del mal, éste se sitúa en todas las confesiones, y también en la escala secular. En medicina consiste en dar veneno, en lugar de medicamento, para acabar con el sufrimiento que arrastra un enfermo terminal o un anciano en su soledad. En la presencia trascendente no hay ley estatal que me ampare como médico para cometer la atrocidad -¡otra vez por compasión!- de acabar con la vida del moribundo, ni siquiera bajo el falaz estatuto de acto médico. Hay formas dignas, humanas y pautadas de aliviar los últimos sufrimientos. Pero invade una extraña indiferencia, un abandono cívico que deja el espacio público reducido a los envites e intereses de una nueva metafísica; y con su estallido de diversidad y de guerras culturales seguimos bajando la guardia y distrayéndonos de los problemas esenciales y reales, y así ha caído el impulso democrático. El mal -dice el mismo filósofo- surge al hacernos cómplices de aquéllos que lo practican, aun en nombre del bien. Despenalizar la eutanasia -¿la buena muerte?- no disculpa a la sociedad del ahorro en cuidados a las postrimerías de sus enfermos.

En España han muerto 80 médicos contagiados sin querer por aquellos a quienes trataban de curar durante la pandemia. Y el destino, con sus ironías, ha querido que el mismo día que la Organización Médica Colegial -en su sede a pocos metros del Congreso- rendía homenaje a los médicos caídos, 189 diputados aprobaban el informe sobre la ley de eutanasia. Se apaña un retorcido derecho mientras se rehúye el proyecto de buenas prácticas médicas para el final de la vida (Cuidados Paliativos). Es una perversa paradoja, pues a poco que nos descuidemos con la equidad, tenderá a ese ideal de un planeta vacío bajo el sol griego de la mañana. Contraria a la esencia de la medicina, la ley que despenaliza la eutanasia conculca el juramento hipocrático de no hacer daño, junto a esa otra ley que trasciende la selva y define y sostiene la civilización: la ley del más débil. Confiemos en que, andando el tiempo, no se intente también "regular" el asomo de esperanza que ahora supone la objeción de conciencia.

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