La tribuna
Redes vitales
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En su dimensión social, el hombre es un ser acotado por los límites que definen su identidad individual, subsumida en una identidad de grupo. Siempre necesitó tatuarse anímicamente unas marcas con las que, mal que bien, reconocerse en el inmenso misterio del mundo. De esta forma, desde el sapiens ese de Yuval Harari hasta nuestros días no hemos hecho otra cosa que diferenciarnos por alguna razón: sexo, lengua, raza, pobreza o religión… de forma que las ideas de ética, civilización y cultura a fin de cuentas podrían no ser otra cosa que un gran convenio para superar estas segregaciones y poder subsistir sin matarnos a garrotazos. El objetivo se ha cumplido sólo a medias y las segregaciones siguen existiendo en las puertas mismas de nuestras casas, desde las devoluciones de visita de los procesos colonialistas en África, vía patera, a la supresión del español en España como lengua vehicular, vía BOE, entre otras muchas discriminaciones que supuran por el mundo.
Hoy la segregación más generalizada es la desigualdad por la geografía, es decir, por el sitio en el que te ha tocado nacer y del que no siempre puedes escapar. La discriminación geográfica determina los grandes desequilibrios mundiales en el reparto de la riqueza, al que se encadenan casi todos los demás problemas planetarios. Descendiendo a nuestra escala doméstica, podemos constatar una forma de discriminación por el sitio de nuestro país desde el que uno se sienta partícipe en los asuntos que conciernen a la colectividad. Para aclararnos: a los efectos de esa participación no es lo mismo la ciudad que el pueblo, ni la capital que la provincia, ni el centro que la periferia, como no es lo mismo Balazote que Albacete, ni Albacete que Madrid, ni Madrid que París, ni París que Londres, ni Londres que Nueva York, Pekín o dondequiera que hoy esté situado el centro del mundo. Queremos decir que todos, vivamos donde vivamos, acarreamos una naturaleza local bifronte, a la vez centralista y periférica, que inevitablemente nos hace sentirnos preeminentes con respecto a unos y subsidiarios con respecto a otros, altaneros o encogidos según hacia donde giremos la cabeza, arriba o abajo.
Viene esto a cuento de la condición globalmente periférica de España con respecto a esa abusiva concentración de hiperrealidad que acumula hoy la capital del reino, Madrid, sin que la acogedora ciudad que hay por debajo tenga culpa de nada. Fruto de la colusión del poder económico, político y mediático, Madrid es hoy un descomunal sumidero que engulle por el desagüe la realidad del resto del país, difuminada en la invisibilidad de su aldeanismo autonómico, que ha cedido a la capital el monopolio de lo universal para amodorrarse en la comodidad de sus identidades vernáculas. Creemos que la ubicuidad de las redes lleva adherida una mitología de libertad que permitiría a los individuos elaborar sus propios paradigmas, no importa de dónde aquellos sean. Mentira. El urbanícola, el pez de ciudad de Sabina, está perdido sin referentes, ya sean políticos, morales, culturales o deportivos. Y hoy, los mensajes dominantes, los que crean esas referencias y los que transmiten el poder cuando no lo detentan ellos mismos son, sin duda, los de alcance nacional que se emiten desde la capital, ya sean escritos, radiofónicos o televisivos. El poder, por su propia naturaleza, necesita estar concentrado. El poder es un club, una tribu, esa pomada del "todo Madrid" que antes fue maravilloso rompeolas de las Españas y ahora coto vedado en donde se amanceban la política, las finanzas, el periodismo y la farándula. Y es así, por ejemplo, desde esa jibarización que reduce el entendimiento del país a lo que cabe en la minúscula cabeza de su capital, como hemos estado soportando durante un mes esa otra contaminación que ha sido la necia porfía competencial entre Sánchez y Ayuso, haciendo pasar por "realidad nacional" lo que no era sino una pelea de gallos en el corral capitalino.
En la actual tómbola de las profecías urbanas tras la pandemia parece clara la tendencia general de una huida hacia las periferias aprovechando las oportunidades del trabajo a distancia, de ahí que el Gobierno, en su Agenda Digital, haya comprometido conectar a toda la población en el 2025. Pero este loable propósito de superar la brecha digital geográfica, pudiendo trabajar y vivir en cualquier parte sin perder el pulso de la actualidad del mundo, choca con la inercia de esa otra brecha anímica que, como un síndrome de Estocolmo provinciano, sigue otorgando a los oráculos de la pomada capitalina el monopolio de una representatividad que nadie les ha otorgado. Por eso es importante que los medios regionales aborden los asuntos locales que les son propios desde su propia autoridad pero, sobre todo, desde la mentalidad global específica del mundo al que activamente pertenecen. Pero para eso tienen que taladrar la costra que en ellos han dejado tantos años de secuestro ideológico, aldeano y partidista. Y no debe ser nada fácil.
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