Tribuna

Tomás García Rodríguez

Las jacarandas de Sevilla

La palabra jacaranda procede del tupí-guaraní 'yacarandá' que significa fragante

Desde comienzos del mes de mayo, los reflejos malváceos de la jacaranda sorprenden en la cromática paleta primaveral del paisaje urbano hispalense, los cuales, combinados con el ocre de las tipuanas y el blanco cremoso de los magnolios, lucirán largo tiempo dentro de un armonioso conjunto artístico natural. Cuando aún sus esbeltas ramas portan escasas hojas nuevas, los racimos florales presagian el inminente y cálido estío de nuestras tierras sureñas. Estas hermosas inflorescencias en panículos de Jacaranda mimosifolia pueden admirarse en Sevilla y otras ciudades andaluzas hasta los albores invernales, debido a su dilatada permanencia en el árbol y a una floración añadida que suele producirse en otoño. Originaria de regiones tropicales y subtropicales de Sudamérica, el nombre castellanizado de jacaranda tiene su versión masculina, el jacarandá, que procede del tupí-guaraní yacarandá y que significa fragante.

Algunas venerables jacarandas se elevan a los cielos en el Parque de María Luisa, la glorieta Luis Navarro García (Jardín de la Lonja), el Alcázar, los jardines de Tablada, Jardines de Cristina o en el campus del Rectorado. Estos históricos ejemplares, plantados en su mayoría en torno a la Exposición Iberoamericana de 1929, ayudaron a remodelar el perfil tradicional de Sevilla. Otros más jóvenes resplandecen en plazuelas del centro histórico. Así, envuelven con sus brazos teñidos de azul la fuente de Las Cuatro Estaciones en La Pasarela junto a los deslumbrantes árboles orquídeas que circundan la glorieta del Cid; embellecen la atípica plazoleta de la Concordia, donde también brillan magnolios y tipuanas; adornan con sutiles destellos una Alameda de Hércules tapizada de árboles con escaso impacto floral: almeces, álamos blancos, fresnos, plátanos de sombra o acacias de tres espinas; alumbran tal faroles encendidos la misteriosa plaza de Molviedro; se yerguen altivos en la entrañable plaza Ponce de León, que cruzábamos los alumnos escolapios cuando era un vergel; destacan orgullosas en la etérea plaza-salón del Museo, un encantador espacio ajardinado donde conviven con otras plantas simbólicas de la capital del Guadalquivir: ficus de Bahía Moretón, magnolios, naranjos, árboles de Júpiter, palmeras datileras o rosales.

Las jacarandas nunca defraudan, acuden puntuales a su cita anual para alegrar los sentidos y el alma de los que vivimos en la ciudad y añoramos sin saberlo los bosques ancestrales que acogieron a nuestros antecesores. Sus hojas plumosas y sus acampanadas flores se hallan grabadas en nuestros sentimientos más profundos y en los recuerdos que nos transportan a la adolescencia, cuando esperábamos los estallidos florales del mes de mayo como un anuncio de las vacaciones escolares y del placentero verano.

“Al este y al oeste/ llueve y lloverá/ una flor y otra flor celeste/ del jacarandá./.../ Si pasan por la escuela,/ los chicos, quizá,/ se pondrán una escarapela/ del jacarandá” (Canción del jacarandá, María Elena Walsh).

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