¿Problema territorial o pura imprevisión?
La saturación de la red viaria en la Sevilla metropolitana es fruto de la geografía y de la falta de inversión de las administraciones
¿Qué fue antes? ¿El huevo o la gallina? En este caso: ¿son los centros comerciales los que provocan el colapso de tráfico en el Aljarafe o éste resulta ser un mal previo que afecta por igual a las superficies terciarias y a las urbanizaciones residenciales? Cualquiera de ambas opciones, a priori, aparenta ser plausible. La elección entre una u otra dependerá de a quién se le formule tal cuestión y de los intereses en juego. Pero los hechos -que son tozudos- no dejan lugar a dudas. El colosal atasco que el lunes dejó quietos durante diez horas, clavados en la carretera, a los miles de vehículos que circulaban por la zona central del Aljarafe es consecuencia de una suma de factores, aunque casi todos ellos van en una misma dirección: el enclave elegido en su día por el centro comercial Aire Sur -que incluye a Ikea- para implantarse en la Sevilla metropolitana. Un punto sensible, territorialmente hablando, por estar situado en pleno corazón de la conurbación imperfecta en la que se ha transformado la primera corona de la Gran Sevilla, donde el espacio libre es muy escaso y el desordenado crecimiento urbanístico -sin los reequilibrios necesarios en materia de equipamientos e infraestructuras- ha terminado convirtiendo todo el paisaje en una ciudad difusa. Con más carne que huesos. Sin esqueleto, pero con abundancia de extremidades. Dislocada. Casi obesa.
La patología no es nueva ni supone descubrimiento alguno: las administraciones públicas (los ayuntamientos, la Junta y el Gobierno central) conocían el problema desde finales de la década de los años setenta del pasado siglo. Lo tenían perfectamente diagnosticado, estudiando e, incluso, aplicaron sobre el papel un tratamiento razonable. Consistía en cierta contención, algo de dieta urbanística y más infraestructuras. Pero la receta nunca salió del cajón.
La realidad, mientras tanto, se fue imponiendo bajo la forma de urbanizaciones y grandes superficies comerciales. Todas han seguido el mismo patrón: proyectos de gestión privada que se instalan sobre los mejores puntos del territorio -modificándolo de forma inevitable- sin que, en la mayor parte de los casos, compensen el quebranto que causan con inversiones paralelas en materia de infraestructuras y transporte público. El contexto político existente está, por así decirlo, abonado para que dichas prácticas triunfen: cualquier ayuntamiento, ansioso por atraer inversiones a su localidad, entre otros factores por el más que notable incremento de ingresos que implica para sus arcas la llegada de una gran superficie, flexibiliza las condiciones legales de implantación para resultar ganador en la lucha abierta con otros vecinos metropolitanos por captar estos proyectos.
La falta de un marco general de ordenación territorial -un documento global en el que la Junta de Andalucía fije las reglas del juego- ha sido otro factor que ha permitido que todo esto cuadre. Así, cada proyecto comercial -con sus virtudes económicas, pero también con sus hipotecas territoriales- pasaba los filtros administrativos sin problema hasta convertirse en una realidad inmediata. Casi siempre, además, con el mismo recorrido: primero lograba la autorización comercial, después el permiso urbanístico y, por último, la licencia de obras. Las dos primeras autorizaciones son competencia exclusiva de la Junta de Andalucía, que las ejerce a través de dos comisiones internas (comercio y ordenación territorial). La tercera, en cambio, reside en sede municipal. Ningún centro comercial, por tanto, hubiera podido abrirse en Sevilla en los últimos años si ambos actores institucionales no les hubieran dejado hacer durante bastante tiempo. De donde se deduce que la disculpa más frecuente utilizada por parte de la Junta -que suele culpar a los consistorios de toda la situación creada- no es más que un pretexto para no tener que asumir sus propios pecados. Los operadores de zonas terciarias, en realidad, no han hecho más que lo que alguien les han dejado hacer. Y en su protocolo de actuación estas cosas están claras: las grandes superficies comerciales deben situarse en áreas centrales, y junto a la red general de infraestructuras viarias, para contar con el grado máximo de accesibilidad. Les va la rentabilidad, casi se diría la vida, en la cuita.
En otros lugares, sin embargo, han optado por hacer virtud de tal necesidad. Generalmente mediante cláusulas fijadas en la negociación con los poderes públicos que les obligan a que, dentro de la inversión global prevista para desarrollar los proyectos comerciales, se incluya la mejora de las infraestructuras existentes. Esto es: más y mejores carreteras pagadas por los inversores. O líneas de transporte público costeadas a cargo de los operadores comerciales. Vías ambas para evitar que se cumpla su máxima: deben privatizarse las ganancias al tiempo que se socializan los gastos. Convertir en problema de todos aquello de los que se benefician apenas unos cuantos.
La Junta rara vez ha explotado esta opción. Hasta que el problema ha saltado de escala no se ha atrevido siquiera a formularlo. Ahora sí exige a los ayuntamientos que, en sus planeamientos, reserven plataformas para el transporte público, o que los nuevos crecimientos urbanos incluyan estas infraestructuras. Pero quizás ya sea demasiado tarde: ninguna de las alternativas previstas -línea 1 del Metro, tranvía del Aljarafe e hipotética ampliación de la red ferroviaria de cercanías en el Norte- son suficientes para invertir la situación. Todo se fía además al año 2012. Mientras tanto, los coches no desaparecerán. Tampoco los centros comerciales. El colapso de la circulación será pertinaz. Como la sequía.
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