NUNCA un futbolista hizo su último túnel con los ojos arrasados en lágrimas hasta que apareció Joaquín en el día de su adiós. Y cuando se iba entre el clamor de su gente, se tiró al suelo y besó la yerba más querida, la de su campo el santuario de la fe verde, blanca y verde. Desde aquella tarde nubosa del verano gallego en Santiago, la vida de Joaquín Sánchez, el hijo de Aurelio, ha sido tan larga como digna de todo elogio.

Han pasado casi veintitrés años de aquel 0-0 en San Lázaro y parece que fue ayer. No es el futbolista que más títulos ganó, pero se va con el cariño multitudinario de casi todos los campos que holló y digo casi porque la única batalla perdida fue contra ese fenómeno irracional que atiende por cainismo. Se iba Joaquín y el campo, su campo, aclamaba al capitán con la traca final de una solemne vuelta al estadio en compañía de una cuadrilla excepcional, la de sus compañeros.

Si Rafa Gordillo fue la mayor máquina de hacer béticos en el siglo pasado, Joaquín lo ha sido en este XXI que para él arrancaba en Compostela con el siglo presente. Nunca un futbolista con su carisma, con un don de gentes tan auténtico y que dedica su vida a sembrar el buen rollo por donde pisa. Lloraba en su última cachita y se le romperán los adentros cuando esta noche se reencuentre con tantos que tanto significaron en su vida de futbolista legendario ya antes de retirarse.

Me aseguran que seguirá en una posición desde la que multiplicará el carisma del sevillanísimo y universal Real Betis Balompié. Y bendita la hora en que su padre y su amado tío El Chino apoyaron la aventura que suponía alistarse en la fe verdiblanca mediante la tarea de coger todos los días el tren que une El Puerto con la ciudad del Betis. Y esta noche volverán a rompérsele los adentros en cada abrazo, en cada túnel, en cada adiós con sonido de hasta luego. Suerte, querido.