El derbi sevillano | La contracrónica

El ardiente Betis prendió el tablero de Lopetegui

  • Lopetegui reincidió en enfriar un partido de alto voltaje para jugar al ‘ajedrez’ y los verdiblancos impusieron lo que tanto decide derbis, el ardor y la víscera

Munir se duele de una entrada de Guido Rodríguez.

Munir se duele de una entrada de Guido Rodríguez. / Antonio Pizarro

Hay equipos que se contagian del ambiente. El Sevilla de Joaquín Caparrós canalizaba la energía que manaba de la grada, incluso si llegaba de la afición que más odia al equipo de Nervión, la bética. Procesaba ese flujo de energía y lo solía llevar a su terreno: se mantuvo varias veces en pie con equipos técnicamente inferiores a los verdiblancos, y en inferioridad numérica; o sacaba la victoria del feudo heliopolitano sin la presencia de aficionados sevillistas –sólo los emboscados–, con la gallardía redoblada por esa falta del aliento rojo.

Y parece que al Sevilla de Julen Lopetegui le pasó lo mismo en el derbi: tan frío era el clima, tanto por la meteorología como por las silentes gradas, que su equipo lo asimiló y actuó con una tibieza, rayana en la suficiencia a veces, que lo mantuvo en pie aún no sabe cómo.

Los roles se intercambiaron en este derbi con respecto a aquellos duelos de la máxima rivalidad de los primeros años del siglo. Aquel académico equipo de Víctor Fernández, con Denilson, Joaquín y Capi, que tanto gusto le ponía al juego, era incapaz de imponer la técnica en los derbis porque la víscera, la pierna dura, el ir a cada pelota como el más cerril fanático de los sevillistas sacaba los partidos de los duelos tácticos y los llevaba a un ring.

Pellegrini, que es zorro viejo, escamoteó elogios al Sevilla en la previa para no dejar un solo cabo suelto: al enemigo, que no rival, ni el agua de una lisonja, para que sus jugadores saltaran a la hierba con toda la sangre posible inyectada en los ojos. Como hacían Javi Navarro, Alfaro o David Castedo en su día. Pero tras el partido, el competente entrenador chileno sí que recordó que el Sevilla se trataba de todo un equipo de Champions. Había que darle todo el valor al punto y sobre todo a los merecimientos de victoria.

Lopetegui es tan lineal en sus planteamientos como lo es el juego del Sevilla. Se fía a la pulcritud de su sistema, a la sincronización de los movimientos colectivos. Le pasó por segundo año seguido ante el Real Madrid en Nervión y de nuevo fracasó, porque el Sevilla, al Madrid, siempre le ganó desde el ardor y el corazón. Y con el Betis, le pasó un tanto de lo mismo. Sacó su tablero de ajedrez para librar una partida de versallescas maneras y los verdiblancos le arrebataron el tablero y le pegaron fuego entre desafiantes gestos.

Que en toda la primera parte no le remataran una sola vez a Claudio Bravo (el primer tiro fue el gol de Suso, en el minuto 47), que el primer acercamiento fuera en aquella falta de Miranda por la que fue amonestado (20’), ilustra el fantástico desempeño de los verdiblancos en el manejo del cuerpo a cuerpo, en la firmeza de las disputas, en la fe para ganar un balón que estaba perdido.

Guido fue el lugarteniente que dirigía las operaciones y los cuatro de arriba hostigaron a la zaga roja hasta llevarlos al límite: Jesús Navas y Acuña se atornillaron atrás ante Lainez y Ruibal, la movilidad de Loren y Fekir desestabilizó a los centrales, el dinamismo de los heliopolitanos fue inasequible para Gudelj –Fernando es primordial en este Sevilla–, Jordán no pudo sacar el tiralíneas nunca y con Óliver perdido en la hierba, Canales se enseñoreó del campo.

La sangre verde corrió, fluyó mucho más y mejor que la roja. Las pulsaciones fueron mucho más aceleradas en los corazones de los anfitriones. Y ese ardor, esa víscera, no sólo igualó la teórica superioridad técnica del equipo de Champions, sino que volcó el juego con descaro hacia Bono. La polémica del VAR sólo podía suceder en el área del portero sevillista porque fue el Betis el que rompió la baraja, el tablero y lo que hiciera falta para forzar la situación y que ocurrieran cosas. Quizás con las gradas repletas, y con esa energía manando, el Sevilla se hubiera encendido. Al Betis no le hizo falta esta vez ni su gente. La que tan orgullosa como rabiosa aplaudió desde sus salones cuando todo terminó.

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