El Palquillo

El alma del Cerro del Águila la noche de cada Martes Santo

La Virgen de los Dolores vuelve a su barrio del Cerro // Josele López

Todas las tiendas del barrio tienen sus cancelas echadas. Los puestos de fruta son estructuras inertes sobre los adoquines y los reposteros de los balcones escupen aún de sus entrañas lágrimas y pétalos que parecían bordados sobre la tela. Los neones de las tiendas recién llegadas están apagados y detrás de sus traslúcidos cristales no suena ningún teléfono ni hay prisas ni ajetreo por atender y cumplir el trabajo. Hoy no se trabaja. Hoy se vive. En mi casa, tan solo el olor suspendido de la miel de las torrijas y yo, sobre la enea, con el tiempo posado y clavando sus garras sobre mis hombros. Y la Parroquia, cerrada, con la cancela gris de un cementerio guardando las puertas. Cae de nuevo este maldito día y al fin, a lo lejos, los tambores que redoblan en las paredes secas del corazón. Y, con su redoblar, le recuperan el pulso y le devuelven la vida a las arterias. Como cuando pasaba el tranvía por Héroes de Toledo y todo el barrio temblaba.

La Cruz. De nuevo la cruz. El terciopelo vuelve apagado, tintado con la sangre de la hazaña y regresan, uniformes, los cuerpos del cirio y del vecino, arrastrando los estragos del sol, de aquel fugitivo mediodía. Los pabilos encendidos reflejan su luz minúscula en las pupilas perdidas de los tramos primeros y los niños lanzan sus dedos salpicados de cera a sus habitaciones, a sus casas, trepando la fachada con la mirada y buscando reparo a su cansancio. Son los mismos niños de aquel primer martes, de una descabellada aventura que nos llevó a mí y a mi gente a cruzar aquellas inhóspitas y salvajes avenidas, bien con la capa revoloteando nuestros andares adolescentes, bien dibujando con la mirada el ajedrezado aúreo del manto de la Virgen, como quien deshila los años para tejerse un refugio en la memoria.

Pero hoy son ellos la realidad. Una realidad que tiene tres palabras, que son las que conozco. Y las que sé rezar. La bandera de mi barrio es tu nombre. Tus letras, tu primera vez, tu esfuerzo, nuestro esfuerzo. Nuestra alegría, nuestra verdad. Humildad. Humildad en la cruz, en los ojos, en las manos, en el silencio que te hace hombre, en el mañana que volverá a ser un día cualquiera. Humildad en las cales de la casa, en el pan fermentando en la amanecida, en la cuchara macilenta que se ahoga en el caldo de la sopa, en mi bata de "guatiné" descolorida, Humildad en el colorido y en las voces del mercado, Humildad para volver a casa.

Y en la Humildad callada de la cruz, el mentón clavado en el pecho. Cortando el aire con la mandíbula, abriendo las persianas del enfermo, manando agua del costado. Agua que bebe el incrédulo que ahora cree más que nunca. Tras de ti, los ojos neblinosos de quien mira el final, que es el final de todos, incluido el mío. Mi final. La Cruz, el cielo que me tienes prometido aquí en el Cerro.

Porque yo soy el alma final, el alma postrera que, inevitablemente, descuenta de su calendario particular el que quizás sea el último Martes Santo de su vida.

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