Crónicas de Roma, y fin: "¡Si lo que queremos es que estéis aquí!"
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Viernes noche. Sábado noche. Domingo mediodía.
Trastevere
Tras los hierros y las lonas resuenan golpes secos y motores a pleno rendimiento, y se adivinan poleas, y huele a clavel. Los priostes trianeros y malagueños disponen todo -sacrifican todo, más bien- para que el milagro sea cierto cuando regrese el día. El trinar agudísimo de los trompos gritan lo que todos quieren callar. La fe traspasa las opacidades y, con los ojos cerrados, como si fuera martes de pasión, sabemos que Cristo está suspendido en el aire. Entretanto, más allá del río -cruzar puentes como transmutación del ánimo-, un creciente murmullo se ahoga por los muros anaranjados y ocres del Trastevere. Luciérnagas de luz tenue y artificial abrigan a los comensales y los hornos envuelven la atmósfera de un calor amigo. A la vera de Santa María persisten las peregrinaciones. En aquella plaza no cabe nadie más. Nadie romano, quiero decir. Una turba de hunos andaluces, abanderando el estandarte de la fe y de la identidad, optaron por comprometer a aquel Marco Aurelio que, tras la barra del bar, se daba por vencido. No sabemos si volverá a crecer la cerveza en aquel páramo que quedó yermo en la madrugada. Algunos bramaban: "¡Soy de Triana y tú no!". Y otros replicaban: "¿Qué se le dice a la Esperanza? ¡Guapa!". Apagada la retahíla de vítores, todos juntos fueron a por otra ronda, a cualquier parte, fusionados en abrazos, en lágrimas y en el vapor de los milenios.
Del pueblo es
Qué poder no guardará la naturaleza que, a pesar de atribuirnos el carácter de semidioses y gobernadores del universo, siempre termina por doblegar toda razón. Apretaba la lluvia por la Vía di San Gregorio y, consecuentemente pero sin aparente explicación, como si estuviéramos solos en aquel entramado, apretábamos el paso. Y ya no se pudo más. Ahora eran alanos, vándalos con sentido común. Era mayor aquella señora y la edad le impedía levantar el cordón frío y metálico de las vallas. Entonces que fue otro hermano, mi padre para más señas, y el resto ya está escrito. Otra mujer, presa de la prudencia, exclamó: "¿Pero qué hacéis? ¡Menuda irresponsabilidad!". A lo que la otra contestó: "¡El Cachorro no va solo a ningún sitio!", y se lanzó bramando vivas a la Virgen del Patrocinio, a los costaleros y a todo lo que le se ocurría. Serenado el temporal, alguien pregunta a un hermano con vara, mientras aupaba la mirada en el horizonte y todo eran cabezas. "Y ahora... ¿Qué hacemos?". Y la respuesta fue contundente: "Nada. Así es como tiene que ser".
Similar concepto compartía aquel malagueño grande y fuerte, moreno, con tez de marinero y voz de ultramar, que en la quilla de aquel trono parecía dirigir a las masas sin olvidar el rumbo de la embarcación. Estaba a dos mil kilómetros del Perchel, quizás no había pisado la vía Claudia en su vida, pero la mar es igual para todos. Como pastoreando aguas, y en aparente desorden, lanzaba al aire proclamas perfectamente hiladas. "¡Medio paso a la derecha! Qué guapa viene la Esperanza. ¡Guapa! Venga, vamos a andar un poquito, solo un poco. ¡Que estamos en Roma! ¡Otro pasito a la derecha! ¡Vamos a andar, por favor! ¡Si lo que queremos es que estéis aquí!". Y todos obedecían, y todos eran felices.
FCO
Un tipo joven, tatuado y fino, recostado sobre el asiento, monitorizaba una pantalla deslizando las yemas. Obraba como por arte de aburrimiento, pero aquel trabajo guardaba especial responsabilidad. En la mayoría de maletas se reflejaban medallas, estampas y corbatas arrugadas. En la zona de embarque del aeropuerto de Fiumicino, alguien tomó asiento en un piano y empezó a interpretar marchas de procesión. Boston, Nueva York, Bangkok, Delhi. Retrasos, cancelaciones, esperas, premuras, trenes que se pierden. En el puesto de prensa, dos cofrades se lanzan a por la misma cabecera. "¿Venimos a por lo mismo, no?", dice. El otro ríe. Por aquellas larguísimas galerías, colmatadas de neones y de publicidades de licores carísimos, se acerca un malagueño. Nos abrazamos, trazamos una crónica breve. "Te dejo, que creo que voy para París, y allí la escala. Creo... ¡No lo sé!" Y se da media vuelta, alta la frente, ancho el pecho, brincando como George Bailey en Qué bello es vivir.
En el avión nadie oye al piloto. Un señor con arte, al fondo de la cabina, dice que, por favor, adelante cruz de guía. Volamos con más estampas incluso que al principio, y se reparten las últimas a desconocidos. Las mismas que se han repartido y dejado, como testimonio de un sueño, en San Pedro, en San Juan de Letrán, a los pies del Éxtasis, en las cuatro fuentes, en el Panteón, en un puente, en un taxi, en un tren, en un bar...
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