Antonio Silva
Periodistas pregoneros
La Virgen de la Esperanza tiene un manto, un manto verde grande, bajo el que cabe toda Triana y todo el sentimiento de los trianeros. Ese manto, bordado por los siglos de devoción con encajes de orilla en sus bordes y cerámica dorada en toda su extensión, ha llegado más lejos que nunca. La Misión de la Esperanza ha dejado una honda huella en todos los que la hemos vivido, una huella imperturbable en los que la hemos sentido sobre las andas de nuestros corazones. Fue el día del regreso al barrio cuando, a la salida del Parque, me pidió que lo contara. La Virgen me lo pidió con las manos del recuerdo y el amor asidas aún a ese manto. Allí volvían con Ella los trianeros de la diáspora y el exilio, los del recuerdo de corral, tapia y maceta de lata, allí iban los gitanos que lloraron cruzando el puente, los años del amor lejano y el recuerdo vivo en los nuevos hogares que tan lejos quedaban de su orilla, prendidos los niños del hospital que tiene ecos de marisma verde y que vieron en los ojos de la Virgen el amor de los padres que luchan más allá de prescripciones, tratamientos y diagnósticos, allá iban las nuevas generaciones que crecieron sin Dios y encontraron en su Madre el camino para llegar a Él, agarrados al manto detrás de Ella volvían los que la llevaron para hacer buena la llamada a la Nueva Evangelización, los fieles y devotos que la sienten y proclaman cada día de sus vidas.
Sí, ha sido todo una desmesura, claro que lo ha sido, un mes desproporcionado, fuera de toda medida lógica, la locura de un Hermano Mayor que sintió el aliento y empuje del Pastor de la Diócesis para darnos una lección única e inolvidable: hay que llevar a la Esperanza a cualquier rincón donde la necesiten. Nada ha cabido dentro de la medida de esta ciudad porque sólo rompiendo las costuras que la contienen se puede llegar a donde se ha llegado. La Misión de la Esperanza no ha cabido ni en la imaginación de los que la concibieron. Allí estuvo el barrio de Triana para acompañarla al irse, las calles del barrio de Los Remedios con sus vecinos atestando las calles de pared a pared, con balcones y portales rebosantes de sedientos de su Esperanza, la calle Asunción que 75 años después de ser nombrada recibía a la imagen de la Virgen que fue asunta a los cielos y que por el fervor de su hermandad había hecho posible su denominación, allí estuvo un Parque lleno de brisa estrenando verdes ramas para la Virgen a su paso, la ancha calle de Felipe II con un barrio del Porvenir volcado y descubriéndose a su paso, el saludo en el Tiro de Línea a la hermandad que es barrio y al barrio que es hermandad y, por fin, la llegada al Polígono Sur y sus Tres Mil Viviendas.
Nadie esperaba lo que pasó, nadie hubiera pensado que la Virgen tuviera esa cosa de hacerse una más de esas mujeres humildes y sencillas que tanto saben de amores maternales por allí, por eso pisó el suelo y, quitándose la corona que la proclama Reina de los Cielos, se erigió Emperatriz de los suelos de esta tierra y entró en la iglesia como lo hace cualquier madre del barrio. Fue entonces, en ese justo momento, que una voz le agradeció la visita con la voz llena de emoción entre el gentío. Si Enmanuel significa “Dios con nosotros” hay una palabra que desde entonces rubrica esa entrega y pertenencia de la Virgen al pueblo que es “Esperanza”. La estancia de la Virgen en las parroquias de San Pío X y de Jesús Obrero era tan necesaria como fructífero ha sido su resultado. La normalización a veces es un lujo que no está al alcance de los que más la desean y hay fronteras invisibles que separan más que océanos. Por unos días el Polígono Sur ha sido un barrio normal y su nombre no ha aparecido en las noticias más que para proclamar la Esperanza de los que tanto la deseaban con ellos.
En estos días ha habido conversiones, regresos a la fe, verdadera hermandad y amor al prójimo, deseos de Dios en las almas, lágrimas y oraciones, emoción desbordada, conciencia del amor de Dios a su pueblo, formación al sevillano modo, evangelización según Sevilla, catequesis de jóvenes y mayores con dosis de cariño y cercanía de los ajenos al barrio que se han entregado desde Triana para ser instrumentos de su Esperanza. Todo estuvo allí y allí va a seguir el compromiso de una hermandad que les ha dejado su ser empeñado. Y el regreso, ¡qué regreso!, con lágrimas de agradecimiento y pasos perdidos detrás de Ella, con carreras para no perdérsela en esa, quizás, última vez de sus vidas -¿verdad, Marta?-, con balcones llenos de trianería y nostalgias renovadas, con las miradas lejanas de los que ahora la ven más cerca y un reguero de Amor, Fe y Esperanza que no se borrará fácilmente. Y en ese regreso, cómo omitirla, la parada en el Hospital Infantil.
Permítanme que deje de escribir un momento y seque las lágrimas que no me dejan ver bien la pantalla. Esos niños y esos padres bien merecen todo lo bueno que se les pueda brindar porque su Victoria es nuestra Esperanza -¿O no, Mar?- y la Virgen no puede estar lejos nunca de la inocencia de los niños y el coraje de los padres para darles consuelo. Cada momento de esta Misión ha sido una proclamación de la acción salvadora de Cristo que es incapaz, como cualquiera de nosotros, de negarle nada a su Madre. Allí, donde las caídas de la vida nos empujan a la sima oscura de la desesperanza, aparece la mano de la Virgen que se tiende al beso cada 18 de Diciembre y el pañuelo de espuma y sal que enjuga el llanto del que sufre. Tras ello, el examen de amor supremo en la Universidad y la renovación del doctorado Honoris Causa en Esperanza que acababa de dictar su lección magistral en uno de los barrios más pobres de esta Europa que se proclama Primer Mundo sin sentir la vergüenza de tener que alistar las vecindades de zonas que no saben qué es una vida digna. Hasta por fin llegar a Triana para regocijo de sus vecinos que huérfanos habían quedado por algo más de un par de semanas.
Por si fuera poco, y a día de hoy pienso que podría haberlo sido extasiado por lo vivido, quedaba la semana que conmemoraba el LXXV aniversario de la proclamación del dogma asuncionista. La salida en palio desde San Jacinto devolvió a los mayores del lugar a aquellos tiempos en que la hermandad volvía a su ser tras un tiempo aletargada y donde empezó a gestarse el regionalista y cerámico estilo que José Recio dio a los diseños de la hermandad. Allí la Virgen y ese tocado de tul que con su estampa me pareció ver en sepia, los largos flecos de su bambalina que son pálpito de corazón costalero, las esquinas de flores que son un surtidor que canta a su belleza, la flor rizada que es encaje de ola marina, la plata y los bordados, todo, todo lo que la hace ser como es cuando sale a la calle para encontrarse con nosotros. Sí, era Ella en su ser más intenso y pleno. Allá que se fue a la Catedral dejando tras de sí un coro de suspiros entre compases de marchas hechas para su andar, parada incluida en esa aduana del Arenal que es el Baratillo y donde los niños de la Fundación Alalá cantaron la sevillana cuyo estribillo decía “Qué suerte poder vivir/viniendo de las Tres Mil,/tocar un cachito del cielo,/mi Esperanza de Triana,/no sabes cuánto te quiero” y que resume un sentir que ha llenado el Polígono Sur.
El besamanos conmemorativo y sus colas de casi dos horas bajo el dosel del Gran Capitán, el triduo y la Función eran culmen de un mes entregado a la historia, de una gesta que marcará un ante y un después en los que la vivimos y sucumbimos desde el inicio hasta el regreso triunfal en paso de gloria a la Capilla de los Marineros en la nube de amor de sus devotos. La Virgen de la Esperanza tiene un manto verde, un manto que se ha hecho más grande en estos días para cobijar el sueño de un barrio que se hizo mayor por Ella y para Ella, un barrio de amor que vive asido al ancla de su Esperanza por los siglos de los siglos. Amén.
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