Poema de Pasión por las calles Sevilla
Puede que haya otros momentos, pero reencontrarse con Pasión, está muy cerca de la perfección

Llegó, al fin, el día soñado, el día más grande de esta vieja ciudad llamada Sevilla. Se ha alcanzado el primero de los tres jueves que, en el año, relucen más que el sol. Estamos en Jueves Santo, ese día que al nombrarlo se nos llena la boca porque la impaciencia nos desborda. Esa jornada intensa en sí misma porque encierra el olor intenso e inconfundible de flores y de cera que desde los Sagrarios se filtra hasta las calles y llena por entero el aire tibio y perfumado de la primavera recién nacida.
Todo se desborda esta tarde única en el año. Ninguna fecha registra la historia de la humanidad como la del Jueves Santo, tan revestida de sublime solemnidad. Jueves de Oficios Sagrados, cita obligada con la mesa del Señor, que nos invita a su cena postrera. Día esplendoroso de claveles y mantillas, día grande, día máximo. Día de dolor fraterno escondido. Día de gestos sagrados, de inciensos y enigmas que se despiertan.
Día singular es el Jueves Santo, en que hasta la liturgia se viste de blanco para conmemorar la instauración Eucarística. Día en el que se vive más intensamente nuestro sentido cultual, ya que en la Comunión reside lo más esencial del culto cristiano.
En Sevilla, este es el Jueves del año que mueve a las gentes desde por la mañana, el tiempo gozoso de vísperas de una noche que se espera todo el año, cuando el Arco es un hormiguero de gente y en Pureza se hace cola buscando la pena hecha bronce de la alcaldesa de Triana; el que hace crujir todos los maderos cuando el cuerpo muerto y balanceante de Jesús es descendido de la cruz en su Quinta Angustia; el de los contraluces que muestran al Cristo de la Fundación por la Puerta de Carmona; el del bullicio delirante y festivo que rodea a la plaza de los Carros por Montesión; el de la mano extendida del Nazareno del Valle en ese gesto único de darse y acoger a un mismo tiempo; el de la formidable Victoria que este año pisará otros suelos de su ciudad; el de la teatralización más absoluta en el misterio de la Exaltación que embiste trabajosamente cada calle cual retablo que se ha salido de su presbiterio.
Así lo entiende Sevilla en este punto, eje y cénit de la Semana, determinante de todo un ciclo procesional. Jueves tradicional, antiguo y clásico, pero decía Rafael el Gallo que lo clásico es todo aquello que no puede mejorarse, es decir, algo que se considera perfecto e inmejorable, tanto como la Cofradía de Pasión en las calles, una hermandad clásica de este día y de la Semana Santa, un clásico entre los clásicos, que podría decirse.
Conceptualmente representa lo mejor de una idea de nuestra Semana Santa. Una visión serena, lejos de cualquier estridencia, anclada en un equilibrio casi perfecto en el que todo cambia para permanecer igual.
El sabor de siempre sigue aquí aquilatado, algo se define y se concreta cuando Pasión toma las calles y forma cuerpo la idea de que estamos ante otra cosa, otro concepto en el mundo de las cofradías.
Pasión es capaz de enmudecer a los que abarrotan el Salvador. Pasión es volver al pasado para poder apreciar mejor el presente. Es reinventar un estilo exento de falsos efectismos y basado en la naturalidad de lo bello. Pasión es elegancia definitiva, algo que desgraciadamente tiende a desaparecer en una Semana Santa cada vez más asfixiada de excesos. Parafraseando, se podría decir que, si Pasión no existiera, habría que inventarlo.
En momentos como los actuales, en los que las hermandades se esfuerzan por una mayor brillantez, cuando lo externo muchas veces prevalece sobre lo interno, no está de más que alguien sea lo que siempre ha sido y no otra cosa, y todo ello con la naturalidad que da el paso de los años, de las décadas y de los siglos.
Puede que haya otros momentos álgidos en la Semana Santa, pero reencontrarse con el Señor de Pasión, en el silencio del tiempo certero del inicio de una noche que perfila la cuenta atrás hacia el proceso judicial que terminará en unas horas en sentencia de crucifixión, está muy cerca de la perfección, del clasicismo absoluto de la total elegancia, de una Semana Santa que no debe desaparecer y que nos transforma a todos por igual.
Pasión no perdona, sino que parece que va haciéndose perdonar con su gesto de mansedumbre en la intimidad de las calles asomado entre los cruces del travesaño malicioso. Y es que el Jueves Santo de Sevilla tiene el remate adecuado en el mismo instante en que Pasión, en la rampa suave y empinada a un tiempo, del Salvador va diciéndole adiós a una Sevilla sin tiempo apenas para pasar de la contrición a la atrición, justo lo que dura un breve e intenso poema de Pasión.
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