El Palquillo

Así regresaba el Señor de Pasión a la Capilla Sacramental tras celebrarse la Novena en su honor

El traslado del Señor de Pasión a la Capilla Sacramental del Salvador // @josemanutriana

Buscando resguardo al frío que hiela esta noche los asfaltos y los huesos, subimos la piedra rosácea del Salvador y nos adentramos en esa luz amarillenta que solo mana del barroco. Es un amarillo de un metal apagado, aceitoso y pétreo; se refleja en los mármoles y conserva algo del día. Por el aire cruza un silencio especialmente hiriente, como insistiendo que callemos. Los infinitos y mareantes retablos, dispuestos como una sucesión de fotogramas tallados en la cinta del arte, concentran sus giros y modelados en el interior de las naves. Por entre los pilares y las bóvedas, como un junco sobre las heladas de enero, camina el Señor de Pasión. 

Los cofrades, sabedores de su fortuna y precisos en número, no pueden sino alzar los ojos y buscar esa otra mirada atravesada y dura, grave y definitiva, que parece sostener los muros de un tiempo a punto de quebrarse. El traslado es fugaz, instantáneo y sin lugar a la sorpresa. Aún así, creemos que no hay mayor sorpresa que encontrarnos aquí de nuevo, firmando con nuestra presencia el fin de una Novena que ya celebraron unos antepasados que nunca conocimos. Han sido nueve días, pero qué lejos ya el bullicio del año que se estrenaba, qué ausente el cerrojo cansado de los comercios, demolido de consumos y de prisas. El regreso de Pasión a su altar es un islote que guarda su propio clima, su personal oleaje, su atmósfera ingobernable. 

Por última vez se reza y ante la majestuosidad vertiginosa de este retablo, que casi nos voltea los ojos, se detiene el Señor de Pasión, maniatado, sin cruz. Es cuando se intensifica esa herida del silencio. Nadie se atreve a mirarse, diríamos que apenas circula el aire ni se abren nuestros pulmones. Tan solo el chasquido antiguo de las tuercas y el golpe seco de la peana -cuatro siglos resonando pisadas- nos despierta de y nos ayuda a sobreponernos a este silencio. San Juan y la Virgen flanquean esta escena donde el oro y la piedra, el tiempo y el ayer, el futuro y el nunca, se encuentran en la cabellera del Señor que regresa a su vertical océano de plata. Volverá a descender todos sabemos cuándo. Nos encontramos con buenos amigos. Todos coincidimos en los cálculos y en los quehaceres. Nos acercamos a las andas a coger algún ramillete de lirios que, cuando llegue el Jueves Santo, solo serán recuerdos marchitos y ajados de aquel día en que los relojes marcaban ya otro tiempo. 

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