La Virgen de Javi

Historias

Javi, que veía pasar nazarenos, esperaba, de vez en cuando sonreía, ahora recibía un caramelo, luego se detenía a pensar en Dios sabe qué

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La Virgen de las Mercedes, faro mariano de un barrio que se hace cofradía un día al año
La Virgen de las Mercedes, faro mariano de un barrio que se hace cofradía un día al año / Juan Carlos Muñoz

Un sol rutilante y cristalino se entretenía en crear contraluces sobre el adoquinado del Parque, deteniéndose en todos y cada uno de aquellos capirotes negros y en las capas inquietas, que se dejaban jugar por un aire amenazante. También hendía su espada tibia en el cuerpo de los cirios, que servirían a la medianoche de calor amigo para aquellos maratonianos cofrades. Como en Carros de fuego, cada uno de ellos guardaba su propio concepto del triunfo, de la penitencia, del sentido de vivir, de la identidad, de la familia. Hasta quién sabe si de su propia creencia. Todos ellos eran Abrahams y Lidell cruzando las vías invisibles del tren y de la memoria.

Estaba cerca la meta: ya se adivinaba la palidez rojiza de la sebka de la Giralda y el color de los codales del Cautivo que caminaba, sin más pero con todo. Una torre más de la Plaza de España -más bien la Torre única de todo un vecindario, de toda una vida- que con su ligera pisada al frente nos invita a descubrir con él mundos fantásticos. Es la cofradía de Santa Genoveva una suerte de largometraje fantástico basado en la más estricta realidad.

Allí, en una de las Puertas del Parque, con su medalla al pecho, Javi veía pasar nazarenos. Esperaba, de vez en cuando sonreía, ahora recibía un caramelo, luego se detenía a pensar en Dios sabe qué. En sus pupilas se adivinaba felicidad, nervio, ilusión. Pero Javi apenas hablaba. El barrio hacía rato que ya era propiedad del vacío más absoluto, custodiado solamente por aquellos vecinos que, por diferentes razones, se convertían en guardianes de la parroquia, de los portales y de las más profundas raíces aquellas horas interminables.

Muy a lo lejos, aún apagados por el eco de las amplias avenidas y el espesor de los árboles, los tambores redoblaban marcialmente. Las cornetas ahogaban su silbido en los aleros del Porvenir y sobre el asfalto solo se oían pisadas y saludos. Y como el sonido de las agujas del reloj, o como el agua que brota de la piedra hendiendo gota a gota su robusta piel, prácticamente a cada segundo se escuchaba el chasquido de los palermos. Avanzar, avanzar, avanzar...

Luego asomó, como una llamarada de luz viva y aérea, aquel paso de palio que se llevaba consigo las ansias de la primavera, el calor del mediodía y todas las flores del universo. Aquel inmenso reguero de hormigas con antenas apuntadas, en alegre penitencia -los barrios son paradojas hermosas- se perdía en la densidad de la tarde, que olía a miel y a chacina en los equipajes de las madres, y los costaleros apremiaban el paso cegados por la plata de los respiraderos. Entonces, con la Virgen lo suficientemente cerca como para reconocerla, Javi, nuestro Javi, bramó lúcidamente con todos los que allí estábamos: "¡Mi Virgen, mi Virgen! ¡Es mi Virgen!"

Volvió a guardar silencio por un instante; el tiempo que estuvo el paso detenido. Sonó el martillo. Se levantó. Y Javi habló por todos nosotros: "¡Muy guapa!". La Virgen de las Mercedes se fue y Javi no habló más.

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