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Aquilino Duque. Escritor

"Dos constantes de la raza son el odio al árbol y el amor al fuego"

  • "Polipolemista", "reactivo", "reaccionario"... a este escritor se le suele adornar con todo tipo de adjetivos que, sin embargo, no resaltan su condición de hombre clarividente y mago del lenguaje.

El mejor retrato de Aquilino Duque (Sevilla, 1931) es el que le hizo Felipe Benítez Reyes en forma de soneto, Señor errante de Viñamarina, poema en el que, además de destacarse su aspecto de "cónsul excedente" y "espía retirado", se le describe como hombre "siempre errante y lejano, como un rey sin corona". Al autor de El mono azul le gusta, además, cuando el entrevistador lo califica como "periférico" tanto en el sentido literario e ideológico como en el geográfico. Viñamarina, la villa del Aljarafe -esa "remota región de la confusa Europa"- en la que Aquilino Duque observa la espuma de los días, se puede considerar un lugar de resistencia, un búnker frente los lugares comunes y lo políticamente correcto, los dos grandes males de la cultura contemporánea. Uno puede estar de acuerdo o no con el autor, pero nunca lo verá instalado en eso que ahora llaman la zona de confort. Sin embargo, más allá de su caretas como "polipolemista", "reactivo" y "reaccionario", Aquilino Duque es un gran poeta, novelista y ensayista preocupado por el lenguaje, las cuestiones morales y los grandes problemas de nuestro tiempo. Eso lo convierte, sin duda, en uno de los escritores sevillanos más importantes del siglo XX. "Si tuve sinsabores/ supe olvidarlos al debido tiempo" escribe Duque en Curriculum Vitae, poema de Entreluces (2009). Cuando se habla con él, da la sensación de que ha alcanzado la sabiduría.

-Estamos en su casa del Aljarafe, en Viñamarina, un topónimo muy conocido en el mundo cultural de Sevilla. ¿Cómo llegó aquí?

-El terreno lo compré en 1966, pero nos vinimos a vivir en 1975. Aproveché que me dieron el Premio Nacional de Literatura y pedí la baja en la FAO para regresar a Sevilla. Romero Murube me puso en contacto con Manzano, que entonces daba sus primeros pasos como arquitecto. Él fue el que hizo el plano de la casa.

-¿Por qué dejó Roma, una ciudad por la que ha declarado varias veces su amor?

-Pensaba en mis hijos. No quería que fuesen como los de los diplomáticos, que no saben de dónde son. Quería que tuvieran una identidad, que no fueran forasteros en España. Yo llevaba desde los 23 años viviendo en el extranjero y podía seguir trabajando como traductor. De hecho comencé a colaborar con otros organismos y a viajar por todo el mundo: Rusia, Finlandia, Sudáfrica, México... Desde que vine a Sevilla me pasaba una media de cinco meses fuera de casa. La verdadera libertad es vivir donde uno quiere. Podría haber ido a Barcelona o Madrid, que era donde entonces se hacía carrera literaria de verdad, pero pensaba que era necesaria una descentralización de la inteligencia, que las masas encefálicas debían estar más dispersas por las regiones. En aquella época, Octavio Paz escribió un artículo que decía que las únicas metrópolis culturales del mundo hispánico eran la Ciudad de México, Buenos Aires, Madrid y Barcelona. Lo demás no existía. Toda decisión conlleva una servidumbre y hay que pagar un precio.

-En el 75, este lugar del Aljarafe, entre Bormujos y Bollullos, no estaba muy cerca.

-No. De hecho la gente estaba perpleja y me preguntaba que si de verdad vivía aquí todo el año.

-Los políticos y los especuladores del franquismo se cargaron el casco antiguo de Sevilla, y los de la democracia, el Aljarafe.

-Cuando vine, Bormujos era un pueblo de entradores de frutas y hortalizas; todo el mundo tenía sus cuarteladas en los mercados de Sevilla. Ahora, muchos se han hecho millonarios porque sus terrenos se han urbanizado y Bormujos se ha convertido en una ciudad dormitorio de Sevilla. El pueblo ha perdido mucho carácter. Eso sí, también hay que destacar que la universidad y el hospital le han dado mucha vida. No se puede pedir todo.

-Usted fue pionero en la denuncia sobre la presión que ejercía el desarrollismo sobre espacios naturales. Ahí está su libro El mito de Doñana.

-Sí. Pero también he sido siempre muy crítico con el ecologismo, que es la ecología como ideología y, según Alejandro Llano, es uno de los cuatro modernos jinetes del apocalipsis junto al feminismo, el pacifismo y el nacionalismo. Pienso que no se puede ser conservacionista sin ser un poco conservador, que hay que tener un sentido de la tradición y saber por qué un patrimonio como el de Doñana ha llegado hasta nuestros días.

-¿Por qué?

-Porque es un subproducto del latifundio. Está aquel chiste tan famoso de Perich: "Cuando el monte se quema, algo suyo se quema, señor conde". El humorista, sin quererlo, venía a decir que si todavía había bosques en España es porque aún existían los condes, ya que las dos constantes de la raza son la dendrofobia y la piromanía. El odio al árbol y el amor al fuego.

-La palabra conservador no gusta en España. Incluso la derecha huye de ella como alma que lleva el diablo.

-A mí también me molesta la palabra. Yo no soy conservador, soy reaccionario, alguien que, como afirmaba Vintila Horia, reacciona frente a las cosas que no le gustan. Alguien que no está inerte. Si se empeñan en llamarme conservador... vale. Lo que no soy es un progresista al que le gusta lanzarse a las utopías de siempre, que ya son muy conocidas y sabemos las consecuencias que tienen. Dionisio Ridruejo decía de mí que no era reaccionario, sino reactivo.

-¿Qué opina de la actual derecha española?

--Que se ha empeñado en suicidarse y ya no existe. Ahora todos somos de izquierda.

-¿Qué piensa de la posible reforma de la Constitución?

-Decía Carl Schmitt que un camello es un caballo hecho por un parlamento. Nuestro camello tiene una joroba que es el título octavo, el de las autonomías, algo que habría que haber extirpado hace tiempo, porque se ha convertido en un tumor canceroso. Sólo ha servido para enfrentar a las regiones unas con otras, como si no bastasen las peleas que ya teníamos por las etiquetas políticas.

-¿Se siente parte de la tradición de los intelectuales reaccionarios: Bonald, Maistre...?

-No lo sé. Soy una persona que tiene una visión positiva y constructora de la vida, no quiero destruir por destruir ni hacer tabla rasa del pasado continuamente, que es a lo que llaman progreso.

-En una larga entrevista que Antonio Gnoli y Franco Volpi le hicieron a un Ernst Jünger ya centenario, el escritor alemán afirma su pesimismo hacia el papel preponderante que va a tener la técnica durante este siglo.

-No soy profeta. Pero soy cristiano y, por lo tanto, tengo esperanza. España y la humanidad se han visto en momentos mucho peores. Piense en la Iglesia: los padres conciliares iban a los cónclaves de Basilea con sus queridas en carrozas. Las crisis de valores han existido en todas las épocas. Insisto en que como cristiano tengo esperanza y siempre veo algo bueno en las cosas que me rodean.

-¿Su catolicismo es un lugar al que ha llegado en la madurez o ha sido una constante en su vida?

-He tenido y sigo teniendo mis crisis. La fe es una cosa muy difícil, una gracia. Yo envidio a las personas que tienen la fe del carbonero, pero no soy así. Unamuno también luchaba por tener esa fe que se le escapaba. Sin religión uno está perdido, es el único asidero para no caerse del andamio.

-Antonio Burgos comentaba en un artículo que usted le dijo una vez que Sevilla era una flor carnívora. Habíamos oído lo del azahar, la dama de noche y todas esas cosas, pero nunca lo de la flor carnívora.

-Yo le advertí a un jovencísimo Antonio Burgos que había que tener cuidado, no dejarse embelesar por los encantos de la ciudad, adormecerse y rodearse de tópicos. Había que estar siempre en tensión

-Felipe Benítez Reyes lo ha definido alguna vez como "polipolemista". Es cierto que usted ha protagonizado mil batallas mediáticas sin arrugarse nunca, quizás porque vivimos una época muy puritana, en la que cualquier cosa escandaliza.

-Soy enemigo acérrimo de los convencionalismos y ésta es una época muy convencional. Los intelectuales nos creemos con derecho a criticar a todos: los políticos, los militares, los eclesiásticos... Pero la casta intelectual no admite la crítica. Me pasa aquí y me pasó en Italia cuando publiqué un libro en el que ponía en solfa los mitos culturales del 68, la Revolución Cubana y todas esas cosas. Hubo conocidos que me dijeron que se "habían sentidos ofendidos".

-¿Fue en Italia donde se cayó del caballo y abandonó el progresismo?

-Esa caída empezó en el 68, un fenómeno que me pareció horroroso. De hecho, siempre hablo del espíritu inmundo del 68. La gente que me rodeaba en esos momentos, como Valente o Cortázar, estaban todos entusiasmados. Sin embargo, desde el primer momento fui muy reticente con el fenómeno y escribí un ensayo en la Revista de Occidente que se llamaba Bacantes y portatirsos para criticarlo. También en este sentido, mis novelas La rueda de fuego y La linterna mágica molestaron mucho. Y eso que, cuando las escribí, aún me quedaba algo de progre, como había sido a principios de los sesenta, pero ya veía que las cosas no eran tan sencillas.

-¿Y cuál fue el gran pecado del 68?

-La inversión general de los valores. Recuerdo una conversación que mantuve en aquellos años con una muchachita activista de la contracultura que me explicó, con la voz muy dulce y los ojos grandes y saltones por la droga, que había que destruir todo para que la sociedad se regenerara y que ellos mismos debían de dar el primer paso autodestruyéndose. Aquello fue para mí muy iluminador, era lo que Aranguren llamaba las utopías negativas.

-¿Cree que han triunfado los valores del 68?

-Claro que sí, la prueba es toda la legislación que tenemos. Por ejemplo, en el derecho penal había un concepto que era el atentado al pudor, algo que ha sido sustituido por el atentado a la libertad sexual, que es todo lo contrario. Todas estas políticas de ingeniería social que ahora existen vienen del 68. No es sólo un problema de la izquierda, sino también de la derecha vergonzante.

-Pero en los ochenta hubo un contraataque conservador: Reagan, Thatcher, Juan Pablo II.

-Reagan fue un gran presidente porque, junto a Juan Pablo II, se cargó el comunismo, y por eso tienen tan mala prensa.

-¿Qué le parece el Papa actual?

-Habla demasiado.

-Pese a esa fama de reaccionario que le acompaña, usted fue discípulo y amigo de Rafael Alberti.

-Le debo muchísimo a Alberti. Fui muy amigo suyo y tuve mis roces con él, pero eran los encontronazos propios de un hijo rebelde y díscolo que no se comportaba como quería el papá. Me echó más de una bronca, pero yo no me ponía de igual a igual a discutir, porque me hubiese parecido una insolencia y una falta de educación por mi parte. Yo sabía perfectamente cómo pensaba y no tenía que darle a un hombre de su edad y trayectoria ninguna lección desde mi insignificancia. Cuando volvió a España ya no tuve apenas relación con él. Antes de la muerte de Franco todos nos llevábamos muy bien, pero después algunos se creyeron que estábamos otra vez en el 36 y se pusieron a enseñar los dientes y sacar las uñas. Le escribí un soneto satírico cuando sacó un libro indecente que se llamaba Los 5 destacagados, en el que se metía con los dictadores que a él no le gustaban. Pero luego me dieron el premio Pemán y él estaba en el jurado. En el discurso que hice lo mencioné elogiosamente, como siempre he hecho.

-Hablando de Pemán, ¿qué le parece esa cruzada que algunos cráneos privilegiados han iniciado contra su figura?

-Ha sido propio de la ignorancia de esta gente, como pasó con lo del homenaje a Agustín de Foxá. Pero peor han sido algunas reacciones en su defensa. Es curioso que algunos, para justificar a Pemán, lo hayan presentado como una víctima del franquismo. Desde el momento en que se murió Franco toda España se volvió antifranquista con efecto retroactivo. Es decir, antifranquistas intrauterinos, como hubiera dicho don Antonio Maura de los demócratas de su tiempo.

-Antes habló de Dionisio Ridruejo. ¿Lo trató mucho?

-Tuve con él un trato maravilloso y también se portó muy bien conmigo. Gracias a su influencia entré a colaborar en Destino. Después la editorial me hizo aquella cabronada con la novela El mono azul, que quedó finalista del premio Nadal, aunque en un principio me lo iban a dar, pero José Vergés me dijo que quitase lo del bombardeo al Hospital de Córdoba -eso sí, podía dejar los de Madrid-. Me negué y no me dieron el premio.

-Sobre su obra como traductor voy a sacar un nombre de forma caprichosa: Roy Campbell, considerado por Eliot como uno de los mejores poetas en inglés del periodo de entreguerras. Pese a su profunda vinculación con España apenas se le recuerda. A otros, por mucho menos, no paran de hacerles homenajes.

-Hombre, como Campbell no estuvo en las Brigadas Internacionales no se le cotiza. Fue un poeta importantísimo en su lengua, un tipo bastante más culto que Hemingway y tan aventurero o más que él. También más cuentista. Sus poemas sobre España son maravillosos. Tiene una potencia verbal y una imaginería extraordinaria.

-¿Le perjudicó el que apoyase al bando ganador?

-Por supuesto. Sus poemas sobre la Guerra de España me interesan mucho más que el Spain de Auden, al que luego le tuvo que quitar esos versos que hablaban del "crimen necesario".

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