Diario de Sevilla publica un fragmento del último libro de Eva Díaz Pérez

Ofrecemos un extracto de ‘Sevilla. Biografía de una ciudad dorada’, editado por La Esfera de los Libros y en el que la periodista, escritora y colaboradora de Diario de Sevilla, Eva Díaz Pérez, muestra su profundo conocimiento del pasado de la ciudad

Eva Díaz Pérez y la portada de su libro.

CRISIS Y SANGRE EN LA CIUDAD DE LOS PLACERES (SIGLO XIV)

LAS BIZARRÍAS DEL REY DON PEDRO

Estamos en febrero de 1877. Acaba de llegar a Sevilla el tren procedente de Madrid y algunos señores vestidos de negro con levita y sombrero de copa trasladan con cuidado una arqueta forrada de terciopelo morado. Dejan el extraño “equipaje” en una sala de la estación. Llueve intensamente.

En esa arqueta van los huesos del rey don Pedro de Castilla. Regresan a la ciudad que más amó, al lugar que le sirvió de refugio en los tiempos recios, el placentero hogar en el que en su palacio del Alcázar podía yacer con su amada María de Padilla, brindar por la vida y contemplar hermosos atardeceres. Ya lo dictó en su testamento: “… que el mi cuerpo sea traído a Sevilla, e que sea enterrado en la Capiella nueva que yo agora mando facer”. Pero nadie atendió a ese deseo en su siglo. Y ahora llueve y es imposible llevar los huesos del rey a su destino final: la Capilla Real de la catedral.

¿Dónde habían estado estos huesos? ¿Qué había ocurrido con los restos del rey desde que el 23 de marzo de 1369 murió asesinado por su hermanastro Enrique en los campos de Montiel? Ese momento que la posteridad adorna con frases para grabar en mármol cuando el mercenario francés Bertrand du Guesclin, bajo las órdenes de Enrique, propicia su victoria: “Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”. Y el rey don Pedro muere a manos de su hermano, el fratricida, el usurpador, el bastardo. También como él, Pedro había asesinado a otro hermanastro, don Fadrique, maestre de Alcántara, en la Sala de Justicia del Alcázar. Porque el reinado de don Pedro —Cruel o Justiciero, según quien hable— está lleno de sangre y leyendas. Una época de ficciones, de fabulaciones, de materias legendarias.

Sin embargo, este 15 de febrero de 1877 lo que tenemos en una de las salas de la estación de ferrocarril son unos restos muy realistas. Pobres huesos en los que están las cicatrices de la vida y también las tardes de placer en el Alcázar. Maltrechos restos que sonaban de forma característica cuando el rey caminaba. Ese ruido de las rodillas que “crujían como nueces” y que advertía que don Pedro andaba cerca, al acecho de enemigos o de damas hermosas...

Por ese sonido particular descubrió una anciana que era el rey quien había cometido un crimen en la oscuridad de una calle. La llamada “vieja del candilejo” fue testigo del asesinato cometido por el monarca. Don Pedro, para demostrar si el alcalde Domingo Cerón hacía justicia verdadera castigando como debía a los malhechores, lo puso a prueba. Mandó al alcalde que pusiera la cabeza del asesino donde había ocurrido el crimen, un lugar que llamaban de los Cuatro Cantillos. Domingo Cerón —dándose cuenta de la tesitura terrible en que lo ponía el rey— dijo que colocaría la cabeza de su hijo en vez de “la de vuestra Señoría”. Ay, los valerosos que ofrecen el sacrificio de sus vástagos, desde Abraham con su hijo Isaac hasta Guzmán el Bueno lanzando la daga con la que los musulmanes matarían a su hijo en el cerco de Tarifa. O el general Moscardó en el Alcázar de Toledo durante la Guerra Civil. Extrañas leyendas, extrañas valentías…

Hoy, podemos pasar por la calle que ahora se llama del Candilejo en recuerdo de la vieja con vista y oído audaz. Y al doblar la esquina ver un busto que simboliza al rey don Pedro. Encrucijada de crímenes en noches oscuras. La cabeza del rey puesta en una digna picota de mármol. Y un candil que aún cuelga de un ventanuco sobre la blanquísima cal de la pared. Como escribió Ángel de Saavedra, el duque de Rivas, en su romance histórico Una antigualla de Sevilla: “Del Candilejo la calle/ Desde entonces se intitula/ Y el busto del rey don Pedro/ Aún allí está y nos asusta”.

La imagen que hoy se muestra es una obra de 1630 realizada por el escultor Marcos Cabrera, pero el busto original se encuentra en la Casa Pilatos. Y es que, en 1590, cuando estaban a punto de derribar la casa original, acertó a pasar por allí Enríquez de Ribera, tercer duque de Alcalá, que tenía gran fascinación por las antigüedades y los tesoros artísticos. El duque consiguió hacerse con la cabeza del rey don Pedro que había estado colocada en la encrucijada del crimen durante más de dos siglos. Esa primitiva efigie en piedra se puede ver hoy en el Apeadero de la Casa Pilatos.

LAS JUSTICIAS DEL GALANTEADOR

Este rey don Pedro es un monarca cruel por sus terribles justicias y ordena poner los cuartos de sus enemigos en los campos de Tablada, pero también es un mujeriego y galanteador que aporta materia a romances y leyendas. Las cartografías de la ciudad aún están llenas de sus historias de fogoso doñeador, tan apasionadas como macabras. Así es la historia de doña María Coronel, que huye de las lujurias del rey y no duda en arrojarse aceite hirviendo para espantarlo con su monstruosidad. Doña María Coronel, que será la abadesa del monasterio de Santa Inés, erigido sobre los lugares del que fue el palacio familiar, y cuyo cadáver incorrupto aún se puede contemplar un solo día al año: el 2 de diciembre. En ese día se mezcla la piedad popular, que no duda en venerar momias medievales —como ocurre con la del rey Fernando III el Santo—, y una inevitable curiosidad morbosa.

La noble doña María Coronel sufrió el acoso del rey después de que don Pedro matara a su padre Alonso Fernández Coronel y a su marido, Juan de la Cerda, en plena venganza contra los nobles que apoyaban a su hermanastro Enrique de Trastámara. La terrible decisión de doña María Coronel está llena de confusión. Aparece también la historia de su hermana doña Aldonza, a la que el rey convierte en concubina que espera en silencio en la Torre del Oro. Ese lugar donde don Pedro guardaba sus tesoros. Una dama a la que el rey abandona cuando se cansa de sus encantos.

Manuel Chaves Nogales evocaba en su libro La ciudad (1920) la leyenda de las hermanas Coronel y describía la visita a la casta momia de doña María. Estremecido de horror, confiesa percibir “el suave perfume que desprende”. Inquietantes aromas los de la santidad.

Pero nos habíamos quedado en un día de febrero de 1877, con la arqueta y los huesos del rey don Pedro I, en una sala de la estación de ferrocarril que está a punto de inundarse. Sigue lloviendo y será imposible cumplir con el propósito de llevar los restos en una procesión solemne a la catedral. Pobre rey don Pedro, que no regresará con pompa y boato a su amada ciudad. Tendrán que llevar la arqueta de manera apresurada para colocarla en el templo. Luego se firmará un protocolo oficial de entrega con la firma de un acta. Y ya está. Así se cumplirá con el testamento, cinco siglos después.

Los huesos de don Pedro tienen una larga historia. Después del crimen de Montiel en Ciudad Real, había sido enterrado en la iglesia de Santiago del cercano pueblo de Alcocer. Su nieta, Constanza de Castilla, llevaría los restos a la iglesia de Santo Domingo el Real de Madrid. Pero el lugar fue derribado con la Revolución Gloriosa de 1868. Su siguiente destino sería un lugar extraño: el Museo Arqueológico de Madrid. Allí permanecieron expuestos en un cajón abierto junto a fósiles de animales, como si fuera un objeto más de un gabinete de curiosidades, al lado de las bizarrerías del pasado. El cráneo del rey cruel, justiciero o lujurioso reposando sobre un cojín de terciopelo. Contemplando así la posteridad. Y olvidando cómo olían los azahares del Alcázar.

EL NARANJO MÁS ANTIGUO DE EUROPA

Aún brotan azahares de tiempos de don Pedro en los jardines del Alcázar. Allí está el naranjo más antiguo de Europa, el que dicen que plantó el propio rey. ¿Será así? Da igual, caminamos por el légamo viscoso de las leyendas, de las invenciones fabulosas, tan hermosas como terribles. A fin de cuentas, la memoria sobre el rey don Pedro es como el sueño de la Historia. El escritor José Saramago aseguraba que nunca conseguimos atrapar la Historia, porque no podemos entenderla del todo. En realidad, es como un sueño. De la misma forma que intentamos recordar el sueño de la víspera y al evocarlo lo reinventamos. Así es la Historia: una sucesión de sueños superpuestos.

El rey y su leyenda permanecen intactos en la ciudad. Forma parte de su memorial de leyendas, asoma en el callejero, lo intuimos al pasear por el Patio de la Montería del Alcázar y hasta nos observa desde la calle del Candilejo. Hay noches oscuras en las que nos sorprende el candil que aún permanece suspendido en la misma calle del suceso.

Está la leyenda y la contraleyenda. Esta última tiene sus orígenes en la Crónica del rey don Pedro I, la narración del reinado que hará el canciller don Pedro López de Ayala, un texto al servicio de la propaganda de la nueva dinastía Trastámara. Un escrito que ensalzará la figura del nuevo rey, Enrique II, y que enterrará a don Pedro en el fango del olvido y del desprecio. Porque el cronista asentará las bases de la legitimidad del nuevo monarca defendiendo que no había más remedio que destronar a un rey tan cruel.

Así eran –o no, no sabremos de quién fiarnos– las célebres justicias del monarca, la cólera de don Pedro. Ahí está la muerte, por traiciones, del rey Bermejo, Muhammad VI de Granada, en el Campo de Tablada en 1362. O el asesinato en el Alcázar de su hermanastro el infante don Fadrique, maestre de Santiago y adelantado mayor de la frontera del reino, por deslealtades. Hay crónicas que aseguran que don Fadrique mantuvo relaciones lujuriosas con doña Blanca de Borbón, la prometida de don Pedro. Por eso el rey mata a su hermano en el Patio de los Azulejos del Alcázar donde dicen que aún se aprecian las manchas de sangre del infante.

Como todo en la evocación del rey don Pedro tiene dos caras: la del cruel y la del justiciero. A Sevilla llegan los ecos de la muerte de doña Blanca de Borbón en Medina Sidonia. Dicen que ha sido envenenada por el rey que “hízola morir con yerbas”. ¿Pero, es posible que el rey asesinara a la reina honestísima y de real sangre? Hay teorías que aseguran que doña Blanca intervino en las sublevaciones de la nobleza levantisca contra el rey, pero también argumentarios de folletín. Hay hablillas y refranes de mal decir contra ella, como dicen que ocurrió cuando don Fadrique, el hermanastro, la acompañó en su viaje de Francia a Castilla. Son los rumores con tradición literaria de mancebos que traen a damas para casar y en el camino se confunden con cópulas carnales, como Tristán e Isolda, la de las manos blancas.

En el Romancero petrista se recuerda el suceso que sonaba por las calles de Sevilla: «Entre las gentes se suena,/ y no por cosa sabida,/ que d’ese buen maestre/ don Fadrique de Castilla/ la reina estaba preñada;/ otros dicen que parida». Don Fadrique tuvo en efecto un hijo, don Alfonso Enríquez, del que en las crónicas nunca se cita a su madre, aunque parece que lo crio una judía de Guadalcanal llamada Paloma. De este Enríquez que llegaría a ser Almirante de Castilla nacería el tronco ni más ni menos que de Fernando el Católico, porque el rey sería el hijo de doña Juana Enríquez, nieta del niño que fue parido por esquivas damas de romanceros. Así, los Reyes Catoliquísimos parten —qué curioso— de linajes de la bastardía medieval de nuestra historia.

El fantasma del rey sigue caminando por Sevilla. A veces como tirano; otras, como bueno y justiciero; algunas como colérico y déspota; muchas como burlador, libertino y mujeriego. ¿Cómo sería el verdadero Pedro I de Castilla? Entre los sueños de la Historia de los que hablaba Saramago ni siquiera hemos podido intuirlo entre tanta hojarasca de cronicones, tanta propaganda intencionada y tanta leyenda medieval. Pero ahí sigue en las cabezas de piedra que vigilan las calles, en los retratos de las Casas Capitulares, en la pintura de la Sala de Embajadores del Alcázar o en las monedas de aquella ceca de los dineros del reino.

Llueve en este mes de febrero de 1877 cuando los restos del rey son trasladados casi de incógnito a la Capilla Real de la catedral. Los huesos heridos, los huesos amados, los huesos de tantos banquetes y fornicaciones. Los huesos que mandaban decapitar a los enemigos y disfrutaban con la halconería en las jornadas de caza por la campiña. Los huesos que crujían como nueces y que tanto disfrutaron con las carnes blancas de doña María mientras comían faisanes en los estanques del Alcázar.

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