Exposición

Fábrica de Artillería: Una vida en cada rincón

  • La exposición Rostros, rastros, restos recoge la memoria de los trabajadores de Santa Bárbara 

  • Una idea para reivindicar un paisaje social perdido en la ciudad

Exposición 'Rostros, rastros, restos', en la Fábrica de Artillería.

Exposición 'Rostros, rastros, restos', en la Fábrica de Artillería. / Víctor Rodríguez

Diego Tallafe hasta sueña con Artillería. Pasó 41 años de su vida en ese imponente edificio de Eduardo Dato que para él lo fue todo. Y sigue siéndolo. Allí ejerció de pinche y como conductor mecánico. Joaquín Ponce, ajustador de primera y pintor, se siente como también en su casa dentro de este patrimonio “desarbolao” de las naves de la Fábrica de Artillería. Cada rincón ennegrecido por el hollín guarda una vida. La de Rafael, la de José, Julio, José Miguel, Manuel, Ángel... Después de muchos años han vuelto a San Bernardo para reconstruir un paisaje que la ciudad se resiste a perder. Forman parte la de la veintena de ex trabajadores de Santa Bárbara que han puesto rostro a un proyecto de los profesores Julián Sobrino y Enrique Larive para contar la historia de fábrica y reivindicarla no sólo como el valioso patrimonio industrial que es, el mayor ejemplo de Europa, sino como paisaje social, memoria del trabajo.

El resultado es un emocionante documental donde ríen y lloran, la vida misma de generaciones que nacieron en la fábrica y se jubilaron en ella con entusiasmo. “Mi padre se levantaba a las 5:30 de la mañana y venía caminando, ningún día llegó tarde”, recuerda Antonia Cabrera, hija de empleado. Bonifacio, el padre de José Barbecho, nunca se retrasó gracias a su mujer, que le jaleaba nada más escuchar el primer toque de la sirena, que se podía oír en todo el Tiro de Línea. Esta familia era una de las 120 que trabajaban y vivían en la barriada de Santa Bárbara. A Manuel Morilla, ajustador oficial de segunda y pintor, le dieron una casa cuando acabó la mili y entró en la fábrica, donde pasó 30 años.

Había empleados que vivían en la misma fábrica, como el abuelo de Julio Galera. Todavía recuerda el primer paseo que dio de su mano por las naves con sólo cuatro años. Luego se convirtió en trabajador en Artillería y todavía conserva la ficha metálica con su número, el 3.783. José Miguel Muñoz, Manuel Vicente y Ángel Vaquero recuerdan, como si fuera hoy, cómo los trabajadores inundaban San Bernardo cada día de 12:00 a 12:20 de la mañana. Eran sus 20 minutos para almorzar.

San Bernardo latía al ritmo del horario de la fábrica: colas de hasta 70 personas para entrar en Casa Palmira, una tienda de 5 metros cuadrados para comprar a las 6:30 de la mañana. La Palmira, el Central, el Jerónimo... todos vivían de la fábrica. Tasquitas y hasta algún quiosco de prensa que abrían para vender tragos de aguardiente y coñac y tabaco y cervezas al mediodía. Todo discurría en una manzana. En la calle Campamento la Caja San Fernando abrió una oficina, recuerdan estos ex trabajadores. Los días de cobro había diteros en la fábrica. Una ciudad en 22.000 metros cuadrados donde fluía la vida misma y Manuel Ramírez, jefe de laboratorio, hasta hacía a sus compañeros análisis de orina. Verídico.

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