La Isla Máxima de Atín Aya
calle rioja
En el teatro estuvieron dos hermanas a las que fotografió en las marismas
Atín Aya era hermano de la Caridad… y del Silencio. El Festival de Cine Europeo de Sevilla ha hecho un preestreno de la película Atín Aya. El retrato del silencio (domingo en el Cine Cervantes, lunes en el Teatro Alameda) que ha sido nominada para los premios Asecan. El documental producido por La Favorita parece un reportaje del propio Atín Aya. Lola Garrido, coleccionista fotográfica, dice que en la fotografía española hubo una época en la que dominaron los negros y los blancos, pero faltaban los grises, que es donde está la esencia de la vida. Eso nos dicen los historiadores del cerebro. Un gris en las antípodas de las media tintas, de la abulia, del conformismo.
En el teatro estuvieron dos hermanas a las que fotografió en las marismas
En la primera frase de la película, por boca de uno de los habitantes de la Marisma en la que Atín perdió su todoterreno y estuvo a punto de perder la vida, aparece la palabra Valencia. Porque esas islas marismeñas se poblaron de valencianos. “Valencia era un pañuelo al lado de Isla Mayor”. Igual que la Sierra Morena, en los municipios repoblados por Carlos III con la ayuda de Olavide, se empezó a llenar de apellidos germanos y helvéticos, los austrohúngaros que tanto le gustaban a Berlanga, en los registros de la Marisma empezaron a aparecer apellidos valencianos. Un trasiego menos conocido que el de los foramontanos, pero decisivo en el plano social, económico y antropológico.
Alejandro Toro y Hugo Cabezas han seguido la senda humana y profesional de Atín Aya (Sevilla, 1955-2007). El autor de uno de los doce goles a Bonello, el portero de Malta, en la viñeta de Forges, iba para psicólogo y en cierta forma convirtió su cámara en un diván. Los habitantes de ese mundo lleno de misterio, aves zancudas y horizontes sin mácula empezaron a sorprenderse con la presencia de un hombre que merodeaba sus haciendas con una motocicleta. Estableció con ellos un pacto de silencio, la función clorofílica del revelado moral de sus fotografías. Nadie posaba para Atín, consciente de que la única manera de transformar el mundo es contemplarlo con pasión, el preámbulo gramatical de la compasión.
Se adentró en un territorio de latifundios y terratenientes propio de la posguerra española. Si Evans-Pritchard, Malinowski o Pitt-Rivers recorrieron miles de kilómetros para estudiar comunidades vírgenes e ignotas, Atín Aya sólo tuvo que recorrer una treintena de kilómetros para descubrir un mundo inexplorado del que apenas se tenían noticias, con excepciones mediáticas como la famosa foto de la tortilla de la élite de la Transición. En el documental aparecen las fotos que Atín Aya le hizo a Alfonso Guerra en su primera entrevista después del triunfo electoral del 28 de octubre de 1982 con Román Orozco, director de Diario 16 Andalucía, en el parque de María Luisa.
Primero probó fortuna en Madrid, en la agencia Cover. Jordi Socías, su director, intuía que aquel joven era mucho más que un voluntarioso aprendiz. La movida madrileña le produjo el mismo impacto que la música militar a Paco Ibáñez y se volvió a Sevilla. En 1980 empieza a ejercer el fotoperiodismo en ABC. El año del referendum del 28-F y la pregunta del galimatías. Recuerdo esa histórica consulta porque su gran mentor, Manuel Clavero Arévalo, tenía en su despacho de la plaza de Cuba un ejemplar del libro Sevillanos. Esas estampas de neorrealismo sevillano en las que aparece Matilde en su puesto de periódicos de la Alameda o el zapatero de la calle Galera en la que yo vivía cuando conocí a Atín Aya.
Alberto García-Alix habla del proceso de esa fotografía analógica cuya liturgia se ha cargado la inmediatez. El tiempo que requería servía para que el fotógrafo la soñara. Un proceso que los directores de la película recrean con una belleza y parsimonia dignas de las rotativas de Ciudadano Kane. Con Atín alguna vez compartí ese elogio de la fotografía que Julio Cortázar hace en su relato Las babas del diablo que llevó al cine Antonioni (Blow-Up). Han buscado y encontrado a algunos de los personajes de su trabajo sobre las Marismas del Guadalquivir. Algunos, como las hermanas Hueso, estuvieron en el estreno, de la marisma al celuloide. Un viaje de la ciudad al campo, de la urbe a las cigüeñas, los comoranes y las espátulas.
Todo empezó con un encargo profesional para retratar personas vinculadas con el río Guadalquivir. En ese Cazorla metafórico es donde nace la amistad con Diego Carrasco, un tándem imprescindible en el marquesado de la Mina. Una noche vinieron los dos a cenar a mi casa y Diego me dedicó su novela El tesoro japonés. Atín estuvo en mi despedida de soltero, pero faltó a mi boda porque nos casamos un día de san Fermín y, de ascendencia navarra por su segundo apellido Abaurre (una de las letras de los fundadores de Abengoa), nunca perdonaba los sanfermines con su mística de Hemingway y pacharán. Hay en Retrato del silencio reminiscencias del cine de Win Wenders, al menos del que conocimos en los Alphaville de Madrid. Esos grises de los que habla García-Alix en películas como En el curso del tiempo o Alicia en las ciudades. Hay una réplica de París-Texas en ese viaje que hace en un 127 al Pirineo oscense con Mariola Orellana, apellido de descubridores, para hacer su gran conquista: el reencuentro con su hija. María Aya es una persona fundamental en esta película. Cambió Ibiza y Londres por la plaza de San Lorenzo para entregarse en cuerpo y alma al legado profesional y emocional de su padre. El fotógrafo que le regaló tres viajes con sus respectivos álbumes a Egipto, Praga y Nueva York.
En la película hablan compañeros de profesión como Juan Carlos Cazalla, Aitor Lara o Gloria Rodríguez, a la que me presentó en un bar de la calle Betis y me prestó una novela maravillosa de Roald Dahl, Mi tío Oswald. Pablo Martínez Cossinou ha hecho su tesis doctoral sobre la fotografía de Atín Aya; Mauricio D’Ors fue su editor y defendió frente a los escrúpulos de los patrocinadores la portada del ciclista indigente que aparece en Sevillanos. Salen oficios en vías de extinción, un barbero de Vittorio de Sica, la bruma, el humo y el bendito hollín de las castañas en la esquina de Laredo con la plaza de San Francisco. El vigilante del puerto con su pata de palo como un personaje de Conrad; El Pali en una perspectiva inverosímil digna de un plano de Fellini.
Alberto Rodríguez y Alex Catalán vieron en la Casa de la Provincia la exposición de Atín Aya sobre las Marismas del Guadalquivir y cuenta el cineasta que ahí surgió el chispazo de La Isla Mínima, la película que se llevó un buen puñado de Goyas. Esas fotos fueron el macguffin del escenario y de la trama, porque uno de los personajes que fotografía Atín cuenta que cuando los visitaba había cosas raras, muertes extrañas y hábitos furtivos. En Retrato del silencio aparece un plano del Economato Atín, un guiño al fotógrafo que finalmente no apareció, aunque sí otros muchos elementos que conectan imágenes de la película con fotografías suyas.
Juan María Rodríguez lo conoció como plumilla y ahora es un consumado ejerciente de la fotografía. Atín Aya huyó de los famosos, pero si los tenía delante no los rehuía: fotos espectaculares de Camarón, de Saramago, de Rocío Jurado, de Iñaki Gabilondo para el Devocionario Andaluz de Lola Cintado. Una vez viajó a Olvera con José María Gutiérrez el Guti, señor de Monsalves, y se toparon con el estigma de Blanco White. En las Marismas hizo la reforma agraria con su cámara. Ese microcosmos de hambruna que refleja la antropóloga Isabel González Turmo en su libro Comida de rico, comida de pobre. Quedó inédito un proyecto de una serie de reportajes sobre torres de la ciudad para Diario de Sevilla. Cada vez que subo a la azotea a tender la ropa, saludo a mis cuatro torres: Giralda, don Fadrique, los Perdigones y Torre Europa. En ésta, tan abigarrada, esa Europa hoy de chichinabo, siempre veo la foto que le hizo Atín y que fue portada del suplemento que mi periódico hizo en el décimo aniversario de la Expo 92. Cuando Atín alternaba la Cartuja con las Marismas. El mismo río. Diferentes mares. Su último paraíso fue Vejer.
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