La sala 7 del Tanatorio era como la Casa de los Pinelo
calle rioja
Funeral. Numerosos amigos arroparon a la familia del médico Ismael Yebra en el tanatorio de la SE-30, que parecía acoger una sesión de la Academia de Buenas Letras
Su hermano Pepe lo ve con una serenidad que estremece. Allí tiene, dormido en el ataúd, el sueño eterno de la novela de Chandler, a su hermano pequeño, al que este tabernero legendario de la calle Boteros tuteló para que estudiara Medicina después de haberse quedado huérfanos de sus padres zamoranos. En un lateral del ataúd, una frase: que tu luz brille siempre como la de la Navidad. Dice María Victoria, la mujer de Ismael Yebra Sotillo, que no da abasto para responder a tantas muestras de condolencia como está recibiendo de monasterios y conventos de clausura. Todos esos recintos que recorrió para escribir sobre ellos o para cuidar la piel de las religiosas. Daniel, su hijo, un niño grande, se ha convertido por las circunstancias en el hombre de la casa. No se sentirá en ningún momento derrotado porque convive con dos Victorias.
Son muchas las puertas por las que se abre el afecto a Ismael Yebra: la poesía, la medicina, el humanismo cristiano, su pasión por sus terruños, a saber: la Alfalfa, Umbrete, Sanabria. Cómo disfrutó este bético con el triunfo del Real Betis Balompié en el Santiago Bernabéu con un gol de Sanabria. Da igual que el futbolista no fuera de Rábano de Sanabria ni de Lagos de Sanabria, que no sea zamorano sino del Paraguay.
Quiero recordar la primera vez que saludé a Ismael Yebra. Creo que fue en un acto en la iglesia del Salvador mucho antes de aquella reforma cicóplea emprendida por el canónigo Juan Garrido Mesa, el arquitecto Fernando Mendoza y el abogado Joaquín Moeckel. Desde entonces se prodigaron nuestros encuentros. Pasó por mi galería de Invisibles, paseé con él por su Macondo particular, la Alfalfa de su infancia, adolescencia y juventud, cuando tenía la edad que ahora tienen sus desolados hijos. Tan aficionado a la poesía que jugaba en la calle que ahora lleva el nombre de Espronceda. En la primera entrevista que le hice, el dermatólogo veía mucho postureo en aquel programa municipal de la Piel Sensible. Me dijo que no le gustaba mucho la Sevilla que se disfrazaba en primavera, que era más del otoño de Cernuda. El poeta que murió en noviembre, en la misma fecha que cinco años después lo haría el padre de Ismael.
El doctor Yebra se ha ido con el invierno presentando sus credenciales y los telediarios llenos de guarismos: los números de la Lotería de Navidad y el incremento despiadado de las cifras del virus. Murió el mismo día que el poeta Gustavo Adolfo Bécquer y que el escultor Antonio Susillo, que da nombre a una calle donde el imaginero José Antonio Bravo expone un excelso Nacimiento con gallos de albricias.
De la sala 7 del tanatorio de la SE-30 salía uno de sus muchos amigos. Antonio García Burgos ya se jubiló como jardinero del Alcázar. Me lo presentó Ismael en 2012 cuando pasamos una velada inolvidable en la bodega La Aurora, que un año después, el mismo del cincuentenario de la muerte de Cernuda, celebraba su centenario. Nos atendió Agustín, el tabernero, ya tristemente desaparecido, y probamos la especialidad de la casa, el chorizo al infierno. Ismael Yebra consiguió hacer de la ciudad un género literario, la Sevilla oculta.
El Tanatorio parecía acoger una sesión de la Academia de Buenas Letras. Salía de la sala Antonio Narbona, el censor de la institución, del nuevo equipo que nombró Ismael Yebra, el que lo sustituyó en las últimas actividades, la presentación del libro de Pablo Gutiérrez-Alviz, y el ciclo de conferencias sobre México y Hernán Cortés. En el tanatorio estaba el americanista Pablo Emilio Pérez-Mallaína, el poeta Juan Lamillar, uno de los que participó en el libro que Ismael coordinó sobre Cernuda; el médico y novelista Paco Gallardo, que tenía en la Alfalfa de Yebra un modelo para su Cuaderno de San Lorenzo.
Las Victorias eran consoladas. Su Elcano se les fue a los lagos del cielo de Sanabria. En las espadañas lo conocen y el órgano de Maese Pérez toca en su honor. De la sala salían dos mujeres gigantescas por las que Ismael sentía verdadera admiración. La americanista Enriqueta Vila y la arqueóloga Pilar León-Castro. Dos luces del humanismo sevillano expertas en los dos brazos fundamentales de la ciudad, América y Roma. La de Morales Padrón y la de Lleó Cañal. Una legión de discípulos en la ciudad. A Enriqueta se le han muerto los dos hombres que la sucedieron en la Academia de Buenas Letras, el arabista Rafael Valencia y el dermatólogo Ismael Yebra. Pepe Yebra no se separaba del trono de su hermano, como si fuera la urna que Laureano de Pina hizo para el rey San Fernando. Al fin y al cabo las dos estirpes venían de Zamora.
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