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Diario DE LA PANDEMIA | Día 7

Gimnasia carcelaria

Una mujer hace ejercicio en el balcón de su casa.

Una mujer hace ejercicio en el balcón de su casa. / EFE

No tenemos en casa bicicleta estática ni cinta de correr ni banco para abdominales ni ningún otro aparato de gimnasio. Tenemos una nevera con botellines de cerveza y latas de berberechos (éstos sí que son buenos bichos). Pero no hay que perder la forma -la poca que conservamos- en estos días de encierro. No se puede salir a pasear -lo de correr hace tiempo que pasó a la historia-, así que lo hacemos dentro del piso.

Parecemos presos yendo de una pared a otra. Así durante una hora. Al principio cuesta, pero todo es acostumbrarse. Mejor con música. Ponemos un pincho que nos curramos unas navidades para una fiesta de Nochevieja y ahí le damos. Arriba y abajo, arriba y abajo, mientras fuera caen chuzos de punta y el aguacero contribuye en las calles solitarias a levantar un decorado como de "fin del mundo", según el mensaje que me envía al móvil un colega guasón. Así el ambiente es mucho más carcelario. Las canciones son festeras, pero propias de nuestra edad. O sea, puretas, antiguas, de las que estos días propician esa clase de nostalgia que en vez de ponernos melancólicos nos mete en vena una buena dosis de cachondeo. Y así suenan mientras pateamos esos escasísimos metros cuadrados canciones tan dispares -y sin embargo no tanto para lo que pretendemos con ellas- pero muy marchosas como Get It On de T Rex y It's Not Usual de Tom Jones, y por supuesto no falta lo que estos días tiene visos de himno o casi, el I Will Survive de Gloria Gaynor. No estamos estos días para canciones sobre y para la tristeza, por muy bellas que sean y por mucho que de vez en cuando nos saquemos un buen bono de ellas. Ya habrá momento para sucumbir a sus lúgubres encantos. Hoy no.

Hoy estamos en el apartamento, encerrados con más de un juguete y yendo de pared a pared como lo hemos visto hacer a los presidiarios en las películas, lo que nos lleva a suponer que lo deben hacer así en la vida real, aguardando a que los números del almanaque vayan cayendo de sus hojas uno tras otro como también lo hemos visto en el cine, con la libertad de pensamiento y de opinión y de expresión intactas pero con la de movimiento restringida, igual que les ocurre a los reclusos. No podemos ir a donde nos gustaría cuando y como quisiéramos. Incluso el lugar de trabajo, que tantas veces nos ha resultado tan pesaroso, nos resulta ahora una bendición de la que nos han apartado y echamos de menos. Podemos pensar lo que queramos y decir lo que queramos y lo hacemos a través del teléfono y del ordenador, hablándolo y escribiéndolo y grabándolo y difundiéndolo hasta el último confín de la tierra, grande y vasta y poblada hoy por hoy de presidiarios en sus palacios, sus mansiones, sus chalés, sus casas, sus adosados, sus unifamiliares, sus pisos, sus apartamentos, sus estudios, sus habitaciones realquiladas, sus chabolas y sus sacos de dormir y sus cartones en la calle.

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