Ignacio Sánchez Mejías y el 27: el germen de la generación literaria
HISTORIAS TAURINAS
El ministro de Cultura ha obviado la importancia de Sánchez Mejías en la unión del grupo de poetas que siempre destacó el papel catalizador del torero sevillano, trágicamente muerto en 1934
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Hay que remontarse a una fecha: el 17 de diciembre de 1927. La fotografía de un grupo de jóvenes poetas en salón de actos de la Real Sociedad Económica de Amigos del País tomada por Pepín Bello daba carta de naturaleza a una generación literaria. Habían sido convocados por el Ateneo de Sevilla para conmemorar el III centenario de Luis de Góngora pero detrás de la llamada de la Docta Casa latían los oficios de Ignacio Sánchez Mejías, definitivo nexo de aquel grupo de creadores por más que el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, haya vuelto a mostrar su faz más sectaria cancelando su nombre en la presentación de la comisión del Centenario de la Generación del 27.
La historia recoge la trascendencia de las sesiones académicas que sirvieron para apuntalar el espíritu generacional de aquel grupo pero siempre ha pasado de puntillas sobre la juerga cósmica que Ignacio, definitivo aglutinador de la panda, les procuró. Además de escritores e intelectuales, eran rabiosamente jóvenes y aquella tropa variopinta culminó sus andanzas con una fiesta en Pino Montano en la que no faltó el cante, disfraces exóticos y hasta una excursión al manicomio de Miraflores, excitados por la experiencia del psicoanálisis que se encontraba en pleno auge. El médico de guardia en aquella noche lluviosa era otro poeta, José María Romero Martínez, ateneísta que tuvo mucho que ver en la convocatoria. No faltaron otras andanzas como una extraña excursión nocturna por el Guadalquivir que aterrorizó a Lorca.
“Aunque el Ateneo era quien nos llevaba, en todos nosotros había el sentimiento de ser únicamente Ignacio Sánchez Mejías, gran matador de toros amigo, el que, dado su entusiasmo creciente por la literatura, nos trasladaba de las pobres orillas del Manzanares madrileño a las floridas del Guadalquivir, declararía Lorca. Dámaso Alonso incidió en esa premisa. “Mi idea de generación poética a la que pertenezco va unida a esa excursión sevillana, que pudo salir bien gracias al cariño y la esplendidez de Ignacio”.
Ignacio, además, les presentó a Fernando Villalón, aristócrata, ganadero utópico, garrochista y excelente poeta y cantor de la mitología de la Baja Andalucía que le procuro un viaje alocado al volante de su automóvil por las calles de Sevilla. Eso sí: pocos saben que el torero había llegado hasta aquella avanzadilla de creadores a través de sus amores con la Argentinita, celebridad de la época, que antes había sido amante de su cuñado Joselito. Sánchez Mejías, casado con su hermana Lola Gómez Ortega, nunca ocultó esa relación que le llevó, sucesivamente, a trabar amistad con García Lorca y, sucesivamente, con el resto del grupo.
Los poetas del 27 tendieron puentes con la cultura popular del momento. Hablar de los años 20 es adentrarse en la exuberancia de las artes y las vanguardias pero esa efervescencia cultural, la Edad de Plata, no pasa de largo al toreo, que ya se encontraba sumido en una imparable transformación como vehículo de expresión estética. Federico incidió en esta idea en una entrevista concedida el año anterior a su muerte afirmando que “el toreo es probablemente la riqueza poética y vital mayor de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas”. El poeta granadino, que definió la Tauromaquia como “la fiesta más culta del mundo”, se preguntaba “qué sería de la primavera española, de nuestra sangre y de nuestra lengua, si dejaran de sonar los clarines dramáticos de la corrida”.
Jorge Guillén o Gerardo Diego, autor de La Suerte o la Muerte, no fueron ajenos a estos nexos taurinos pero esos hilos y con la cultura popular nos conducen a la obra de Rafael Alberti que escribió las famosas Chuflillas al Niño de la Palma dentro de la obra El alba del alhelí. “¡Qué revuelo!/ ¡Aire, que al toro torillo/ le pica el pájaro pillo/ que no pone el pie en el suelo!/¡Qué revuelo...” las inconfundibles estrofas están dedicadas al diestro rondeño Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma, que había inspirado a Hemingway el personaje de Pedro Romero en Fiesta, el retrato de sus primeros sanfermines en 1925.
El poeta gaditano llegó a vestirse de luces en las filas del propio Ignacio. Le incluyó en su cuadrilla el 3 de junio de 1927 en Pontevedra. Alternaba aquella tarde lejana con el rejoneador Antonio Cañero que abría plaza a Cagancho y Antonio Márquez -primer suegro de Curro Romero- en la lidia de toros de Murube. Sánchez Mejías procuró a Alberti un vestido naranja y azabache con el que hizo el paseíllo pero la barrera siempre quedó entre el escritor y el toro. El propio poeta evocaba en La Arboleda Perdida la emoción de aquella experiencia. “Comprendí la astronómica distancia que mediaba entre un hombre sentado ante un soneto y otro de pie y a cuerpo limpio bajo el sol, delante de ese mar, ciego rayo sin límite, que es un toro recién salido del chiquero”, escribíríaa el poeta de El Puerto que aquel mismo día dio por terminada su breve carrera taurina sin haber llegado a cruzarse con el toro.
Sánchez Mejías acabaría encerrando al propio Alberti, conminándole para escribiera un poema dedicado a Joselito, muerto en Talavera siete años antes. El resultado, desvelado en el teatro Cervantes, fue Joselito en su gloria, dedicado al propio Ignacio, cuñado de José: “Llora, Giraldilla mora/ lágrimas en tu pañuelo./ Mira como sube al cielo/ la gracia toreadora...”
El torero y la muerte
A Sánchez Mejías le quedaban otros siete años para protagonizar su propia elegía. Había reaparecido, fuera de forma y a la vuelta de sí mismo en 1934. Aceptó a la carrera, sin poder contar con su propia cuadrilla, una sustitución de Domingo Ortega en la localidad manchega de Manzanares. Era el día 11 de un ardiente mes de agosto. Un toro de Ayala llamado Granadino le hirió al comienzo de su faena. El torero insistió en ser trasladado a Madrid; se declaró la gangrena... iba a morir entre delirios el día 13.
La muerte de Ignacio sobrecogió al grupo del 27. Después de conocer la noticia, varios de los poetas llegaron a reunirse en un despacho de la Universidad Internacional de Santander. Lorca llegó de Madrid con las últimas noticias sobre Ignacio y se encontró con José María de Cossío, Pedro Salinas, Jorge Guillén y Gerardo Diego, entre otros. Alberti, que vivía en Rusia inmerso en su propia revolución ideológica, envió una carta de condolencia pero el eco literario de la muerte del torero y amigo no tardó en llegar. Era el comienzo de la mitificación de Ignacio. Alberti dio a luz su Elegía: a Ignacio Sánchez Mejías en agosto de 1935. Incluía el poema Verte y no verte -”Verónicas, faroles/ velas y alas./ Yo en el mar, cuando el viento/ los apagaba./ Yo, de viaje./ Tú, dándole a la muerte/ tu último traje”- inserto en la propia y definitiva elegía: “Fue entonces cuando un toro intentó herir a una paloma,/ Fue cuando corrió un toro que rozó el ala de un canario, / fue cuando se fue el toro y un cuervo entonces dio la vuelta por tres veces al ruedo,/ fue cuando volvió el toro llevándolo invisible y sin grito en la frente”.
En 1935 se publicó la de Miguel Hernández. El autor de El rayo que no cesa –como el toro, he nacido para el luto-, también describe en versos el ocaso del hombre de luces: “Quisiera yo, Mejías,/ a quien el hueso y cuerno/ ha hecho estatua, callado, paz, eterno,/ esperar y mirar, cual tú solías,/ a la muerte: ¡de cara!,/ con un valor que era temor interno/ de que no te matara”
Federico García Lorca publicó su Llanto en marzo de 1935. “A las cinco de la tarde/ eran las cinco en punto de la tarde…” Así comienza la que, posiblemente, sea la más hermosa elegía escrita en castellano y la pieza que más y mejor ha mitificado la figura del polifacético matador por encima, incluso, de su cuñado José al que le faltaron cantores hasta la moderna revisión de su figura. “¡Que no quiero verla/ dile a la Luna que venga/ que no quiero ver la sangre/ de Ignacio sobre la arena!” escribió Federico, que realiza un escalofriante retrato literario de Ignacio: “No hubo príncipe en Sevilla/ que comparársele pueda/ ni espada como su espada/ ni corazón tan de veras./ Como un río de leones/ su maravillosa fuerza/ y como un torso de mármol/ su dibujada prudencia./ Aire de Roma andaluza/ le doraba la cabeza./ donde su brisa era un nardo/ de sal y de inteligencia./ ¡Qué gran torero en la plaza!/ ¡Qué buen serrano en la sierra!/ ¡Qué blando con las espigas!/ ¡Qué duro con las espuelas!/ ¡Qué tierno con el rocío!/ ¡Qué deslumbrante en la Feria!/ ¡Qué tremendo con las últimas/ banderillas de tiniebla!”
El poeta granadino no sabía que estaba dictando su propio epitafio. Dos años después encontraría aquella muerte absurda y evitable, fusilado en el barranco de Víznar junto a un maestro de escuela y dos banderilleros anarquistas en un trágico cuadro escénico que parecía sacado de su propio imaginario. Dos años antes se había derramado la sangre de Ignacio en el camino polvoriento de Madrid preconizando la que iba a verterse en las dos Españas.
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