Corpus 1925: la alternativa de Niño de la Palma y la génesis de una dinastía
HISTORIAS TAURINAS
Cayetano Ordóñez Aguilera -padre del gran Antonio Ordóñez, bisabuelo de Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez- se convirtió en matador de toros hace un siglo exacto en la plaza de la Maestranza de manos de Juan Belmonte, que había reaparecido ese mismo año para dar comienzo a su segunda etapa en los ruedos
Fueron cinco hermanos toreros...
Evocando al Niño de la Palma

Ahora hace un siglo. En la primavera de 1925 todos los focos estaban puestos en Juan Belmonte que se encontraba a punto de iniciar su segunda etapa profesional después de retirarse en 1922, una temporada en la que no llegó a vestirse de luces en España. En 1924 ya había aparecido rejoneando en Sevilla y Badajoz e incluso había toreado un festival organizado por Ignacio Zuloaga en el que sufrió una dolorosa y grave cornada. Aquel invierno, en la bisagra de 1924 y 1925, aceptó volver a Lima. Le esperaba un jugoso contrato pero el avispado empresario Eduardo Pagés –determinante en la era pos Gallito para la carrera del trianero- fue a su encuentro en Lisboa, antes de que embarcara para América, ofreciéndole la reaparición en España junto a unos jugosos honorarios…
La primera corrida de esta etapa, en la que se pudo contemplar a un Belmonte transfigurado en maestro, la toreó en Alicante el 31 de mayo. Pero había que volver a Sevilla, a la plaza de la Maestranza. El acontecimiento se fijó para el día del Corpus, hace un siglo exacto. El Pasmo de Triana tenía que darle la alternativa al novillero de moda. Era un chico de Ronda llamado Cayetano Ordóñez y apodado el Niño de la Palma que iba a recibir los trastos de manos del Pasmo de Triana y en presencia de El Algabeño con toros de Félix Suárez. La tarde iba a ser para el padrino, que cortó los máximos trofeos al toro de su reaparición. Cayetano tampoco iba a ir a la zaga...
El Niño de la Palma había llegado a esa lucida alternativa espoleado por sus propios triunfos -el año anterior había cortado un rabo en Sevilla en su presentación como novillero, llegando a ser llevado a hombros hasta la plaza de la Campana- y reforzado por el aura que le otorgó la famosa crónica de Gregorio Corrochano, investido ya como santón de la crítica. “Es de Ronda y se llama Cayetano”, escribió el periodista de Talavera de la Reina antes de su presentación en Madrid, en mayo de aquel 1925. Fue una de cal y otra de arena que el propio crítico echó a paletadas en su crónica del día siguiente, juzgando severamente el debut capitalino.

Relevancia literaria
En cualquier caso el célebre titular acabaría haciendo fortuna reforzando la envoltura literaria del Niño de la Palma, convertido en el torero de moda. Cayetano ya era una celebridad y aquel mismo año iniciaría una compleja amistad con Ernest Hemingway que lo retrataría noveladamente -con el nombre figurado de Pedro Romero- en Fiesta, la primera novela del futuro premio Nobel de literatura en la que el periodista veinteañero fabula su periplo pamplonica con su corte de acompañantes haciendo, de paso, una radiografía de la llamada generación perdida de entreguerras que compartió con otros autores como Dos Passos y Scott Fitzgerald.
Más allá de esa insospechada dimensión internacional -Fiesta se convertiría en un auténtico libro de bitácora para la juventud norteamericana de la época- conviene ubicar el panorama social, cultural y taurino en el que Cayetano Ordóñez Aguilera se convirtió en matador de toros. Hablar de 1925, hace un siglo, implica adentrarse en el corazón de la Edad de Plata; en aquella etapa luminosa en la que la cultura popular, y con ella el toreo, convivieron desenfadadamente con otras manifestaciones artísticas como la música, la danza, el teatro o la arquitectura en el marco demorado prestado por la promesa de la Exposición Iberoamericana que se inauguraría, después de no pocos retrasos, sólo cuatro años después de su alternativa.

La envoltura sensorial del toreo nos conduce de la mano al Regionalismo que estaba reinventando la ciudad de Sevilla mirando a sus propios moldes. Esos hilos con la cultura popular nos llevan a la obra de Rafael Alberti que escribió las famosas Chuflillas al Niño de la Palma dentro de la obra El alba del alhelí. “¡Qué revuelo!/ ¡Aire, que al toro torillo/ le pica el pájaro pillo/ que no pone el pie en el suelo!/¡Qué revuelo.. Ángeles con cascabeles/ arman la marimorena,/ plumas nevando en la arena/ rubí de los redondeles./ La Virgen de los caireles/ baja una palma del cielo...”. Quedaban sólo dos años para que un grupo de poetas, al que pertenecía el creador del Puerto de Santa María, tomara espíritu generacional bajo los oficios de otro torero, Ignacio Sánchez Mejías, que cerraría simbólicamente aquella fecunda Edad de Plata con su trágica muerte, comido de gangrena después de la horrenda cogida de Manzanares, en el verano premonitorio de 1934 que le había visto reaparecer, como en un revival de otra época, en unión del mismísimo Belmonte y Rafael El Gallo.
De la decadencia al heredero
Ése es el panorama creativo e histórico en la que se mueve el Niño de la Palma pero su estrella fue tan brillante como breve. Muerto Granero en las astas de Pocapena en 1922, los aficionados seguían buscando un digno sucesor de Gallito. La confirmación de alternativa de Cayetano, el día del Carmen de aquel mismo 1925, iba a terminar de lanzar las campanas al vuelo. ¿Era el Niño de la Palma el elegido? Néstor Luján, el gran tratadista de la historia de la tauromaquia, habla de un torero "malogrado" al analizar las generaciones de toreros posbelmontinos. "Lo curioso es que existió uno que poseyó todas las condiciones precisas para ser gran figura -alegría, contención elegantísima, variedad rica y policromada dentro de esa mesura, arte puro y estilizado y un aliento personal gallardo e inequívoco de gran torero-, y este hombre fue Cayetano Ordóñez..." Luján achaca su decadencia a la indecisión, "una especie de ajedrez inexplicable que se le presentaba en los momentos cruciales y que malogró su magnífica figura, aquel estupendo tipo de torero".
El Niño de la Palma se situaría a la cabeza del escalafón en 1926 y 1927 pero se iba a retirar sorpresivamente en 1928 cuando los aficionados esperaban de él las mejores cosas. Al año siguiente ya estaba de vuelta pero ya nada sería igual, a pesar de algunos éxitos aislados que recordaban el grandioso torero que pudo ser. Cayetano iba a concluir su carrera profesional como banderillero tras la Guerra Civil. Había que sacar adelante la extensa prole, fruto de su matrimonio con la artista sevillana Consuelo Reyes. Y además de una hija, Ana, tuvieron cinco varones que vistieron de luces siguiendo el rastro de la frondosa dinastía rondeña. Cayetano, que heredó el apodo, fue matador de toros; también Pepe. Juan de la Palma, el gran amor de Paquita Rico, y Alfonso -el último patriarca de la saga, fallecido este mismo 2025 rodeado del cariño de toda la profesión- vistieron de plata. Pero fue Antonio, el único nacido en Ronda, el que sacó brillos nuevos a esa estrella rutilante convirtiéndose en uno de los toreros más determinantes del siglo XX.
Lo hemos contado. Ernest Hemingway se había estrenado como novelista con Fiesta, enamorado de la potente aura de Cayetano Ordóñez Aguilera y la deslumbrante fuerza de las fiestas de San Fermín. Pero el premio Nobel norteamericano iba dictar su testamento literario, 33 años después, novelando el encarnizado enfrentamiento de Antonio Ordóñez y su cuñado Luis Miguel que pudo empezar como reclamo publicitario urdido por los dominguines y acabó como competencia sangrienta y real, retratada en El verano peligroso por encargo de la revista LIFE. Seis años antes, Ordóñez había propiciado un encuentro con Hemingway que culminó con una cena en el célebre restaurante pmaplonés Las Pocholas. El recuerdo del Niño de la Palma, padre del genial diestro rondeño, gravitaba en ese reencuentro personal que suponía el inicio de una peculiar amistad filial que sólo detendría un cartucho del 12 en el confín de un proceso de autodestrucción y delirios-. Fue el 2 de julio de 1961 en Ketchum, Idaho. Menos de tres meses después, el 30 de septiembre, su viejo amigo Cayetano dejaba de existir en Madrid.
El Niño de la Palma sí vivió para ver convertido a su hijo Antonio en una grandiosa figura del toreo, en espejo de toda la profesión. Del matrimonio de su hija Carmen con Paquirri -que iba a marcar la memoria doméstica del propio país con su tremenda muerte, desangrado en el viaje interminable de Pozoblanco a Córdoba- nacieron Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez, los últimos matadores de toros que ha dado esta frondosa saga.
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