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Lagartijo: 125 aniversario de la muerte de un coloso del toreo

HISTORIAS TAURINAS

El grandioso califa cordobés, fallecido el primero de agosto de 1900, tendió puentes insospechados con el vivero taurino sevillano

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Lagartijo es uno de los toreros más trascendentes que ha dado la historia. / Archivo A.R.M.

A Lagartijo, ironías del destino, le tocó la lotería -el número 19, al que estaba abonado- después de muerto. Tuvieron que rescatar el décimo del traje negro con el que había sido amortajado para el viaje al otro barrio. Había fallecido el 1 de agosto de 1900, en la bisagra de dos siglos que, en la vertiente estrictamente taurina, implicaba un complejo periodo de sede vacante protagonizado por los naides y cercado por la retirada de Guerrita el año anterior -el particular 98 del toreo- y la irrupción de la Edad de Oro abanderada por Joselito y Belmonte casi tres lustros después. Pero más allá de la anécdota, con la muerte del viejo Califa se consumían los últimos rescoldos de toda una época que había cambiado el toreo.

Rafael Molina Sánchez es una de las columnas maestras del frontón de la tauromaquia; una de las figuras más relevantes de todos los tiempos, nudo fundamental para entender la evolución del arte de torear y su proyección como ejercicio artístico en el que, más allá de la destreza o el poder, empieza a bucear en la estética como fin. Al conocimiento se suma el estilo.... Nacido en 1841 el entorno del matadero cordobés -histórico vivero endogámico de la gente de coleta- fue un torero precoz que a los 11 años ya formaba parte de una cuadrilla juvenil antes de integrarse, sucesivamente, en las filas de matadores como Antonio Luque Camará y en la de los hermanos Carmona, los llamados Panaderos del sevillano barrio de San Bernardo.

El primer Califa se sitúa en el cruce de caminos de los viveros taurinos de Sevilla y Córdoba

Fue el más célebre de ellos, Antonio Carmona El Gordito, el que le concedió la alternativa el 29 de septiembre de 1865 en Úbeda, confirmándosela en la vieja plaza de la Puerta de Alcalá de Madrid el 15 de octubre de aquel mismo año. Era el inicio de toda una época que alcanzaría sus más altas cotas -uno de los capítulos más apasionantes de la segunda mitad del siglo XIX- en eternizada rivalidad con el diestro granadino Salvador Sánchez Frascuelo, que se retiraría sólo tres años antes que su amigo y rival que se hizo cortar la coleta por su compañera Dolores Bejarano en la soledad del campo -en la finca Pendolillas- después de la aciaga tarde del Corpus madrileño de 1893, colofón de la temporada del adiós, que le sirvió de despedida.

Sería proclamado Califa del toreo por los más encopetados críticos y escritores de la época –con Mariano de Cavia a la cabeza- inaugurando un peculiar trono taurino ligado a la torería cordobesa –ahora en sede vacante- en el que se sentarían después Guerrita, Machaquito, Manolete y Manuel Benítez El Cordobés.

Lagartijo, en un célebre retrato en el estudio de Beauchy. / Beauchy

Y sevilla...

Llegados a este punto, más allá de su larga trayectoria, nos interesa conocer algunos vínculos -y desencuentros- del primer califa del toreo con la ciudad de la Giralda. Lagartijo, que se había presentado como matador de toros en la plaza de la Maestranza en 1866, decidiría no pisar más su ruedo por la manifiesta hostilidad del público tras la Feria de Abril de 1884. Pero hay otros datos aún más interesantes, seguramente todavía por explorar.

El primero de los Gallo –José, hermano de Fernando El Gallo, padre de Joselito y Rafael- vivió su apogeo profesional en la cuadrilla de Lagartijo iniciando unos interesantes vínculos técnicos y estilísticos entre las escuelas de Córdoba y Sevilla con epicentro en sus respectivos mataderos. En este punto es interesante atender el juicio crítico de Sánchez de Neira, que alcanzó a ver torear al fundador de la saga de los Gallo, al advertir que “siguió la escuela sevillana; pero sin abusar de los quiebros y saltos, que constituyen una parte esencial de aquella”.

El último heredero de los postulados lagartijistas pudo ser Rafael El Gallo

La sentencia da idea de la verdadera naturaleza de los modos que prevalecían en el vivero taurino sevillano en la yema del siglo XIX y permite especular con la influencia lagartijista en las formas de ese primer Gallo que figuró dieciocho temporadas trascendentales en las filas de Rafael. José Gómez era el temple y la delicadeza en el manejo del capote, especialmente a una mano, una virtud que quedaría injertada en los Gómez.

Esos puentes nos sirven para dibujar nítidos nexos entre la llamada escuela cordobesa –la del viejo Matadero de la Malmuerta- y ese invisible hilo que acabó confluyendo en la placita de la Huerta del Algarrobo de Gelves, cedida a Fernando El Gallo por el duque de Alba, donde nació Joselito. Aquel fue el definitivo laboratorio de ideas de un concepto en el que hay que meter la poderosa influencia de Lagartijo el Grande, maestro de Guerrita que, a su vez, había sido banderillero estrella en la cuadrilla de Fernando El Gallo en plena apoteosis lagartijista. Posiblemente el último discípulo remoto de Rafael Molina fue su tocayo Rafael Gómez Ortega mientras que José, el rey de los toreros, abundó sobre la línea guerrista de dominio que él llevó un paso más al abrir el camino del toreo ligado. Cosas de la historia.

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