Pascual Márquez: el infortunado 'Tesoro de la Isla'
HISTORIAS TAURINAS
Se cumplen 90 años de la fulgurante presentación como novillero del célebre y malogrado diestro de Villamanrique de la Condesa que iba a marcar el ambiente taurino sevillano en la preguerra
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La de 1935 fue una temporada corta y extraña en la plaza de la Maestranza en la que sólo se celebraron cinco corridas de toros. En realidad hubo que esperar hasta el 29 de septiembre para que Juan Belmonte cortara la única oreja del año -concedida a un matador- a un ejemplar de Pallarés. El Pasmo de Triana había reaparecido el año anterior de la mano de Eduardo Pagés, que le firmó una ventajosa exclusiva en un revival de otro tiempo al que también se apuntaron Rafael El Gallo e Ignacio Sánchez Mejías, que caería tras la horrenda cornada de Manzanares.
En el ambiente flotaba la idea de que aquella tarde otoñal iba a ser la última tarde de la vida profesional del diestro trianero en la plaza de la Maestranza pero las circunstancias acabarían forzando alguna más, al año siguiente, con el golpe militar convertido en una guerra total que no arrebató a los españoles las ganas de toros ni la oportunidad de convertir las corridas, según que bando, en un acontecimiento patriótico. En cualquier caso, para entender aquel año taurino hay que detenerse en el capítulo de las novilladas y, en especial, en el tremendo impacto que supuso la presentación de Pascual Márquez, un novillero de Villamanrique de la Condesa que iba a revolucionar el cotarro taurino en el tiempo que precede y sigue al alzamiento del 18 de julio de 1936.
Pascual, nacido en 1914, era el hijo de un vaquero de La Marmoleja, una de las fincas de la familia Moreno Santa María en la que él mismo entraría a servir como chiquichanca. La determinación del futuro torero, desde muy chico, era convertirse en matador de toros bajo una divisa que no le abandonó hasta el final: el valor. Y de muestra un botón: cuentan que uno de los sementales de la antigua ganadería marismeña amaneció una mañana con el pañuelo de hierbas que solía anudarse al cuello. Así las gastaba el manriqueño, que muy pronto iba a acariciar las primeras glorias.
El jovencísimo aspirante -tan verde como valiente- había conseguido debutar y triunfar matando un becerro en la desaparecida plaza de la Pañoleta de Camas el 7 de abril de aquel 1935. Le pagó el novillo –un ejemplar de Concha y Sierra, alfa y omega en su carrera y su vida- un curioso personaje suizo, propietario de una lechería en la que había echado algunas peonadas el futuro matador. El fantasma del recoleto coso camero -otro paraíso perdido- yace bajo uno de los viales de la red viaria que legó la Expo’92, junto a la bodega superviviente de San Rafael, testigo de un tiempo y un espacio que se fue.
El debut en Sevilla
El eco de aquel triunfo le llevó a repetir una semana después en el mismo escenario volviendo a cortar los máximos trofeos de otro novillo de Concha y Sierra, la misma ganadería que sólo seis años después le llevaría a la tumba. El boca a boca hizo el resto y sin haberse vestido de luces ni participar en ningún festejo formal logró presentarse en la plaza de la Maestranza el 26 de mayo, vestido de tabaco y oro, para estoquear un encierro de Esteban González acompañado de Mariano Rodríguez, que había renunciado al doctorado, Pepete de Triana y Alcalareño hijo. El torero manriqueño había entrado con extraordinaria fuerza en Sevilla y no tardaría en presentarse en Madrid antes de volver al coso del Baratillo en el emblemático día de la Virgen para formar la definitiva tremolina, llevándose la pata de un ejemplar de Pallarés.

Su ascensión fue trepidante, sin parangón en la historia. En 1935 había pasado de ser un mero aficionado a sumar un total de 16 orejas, un rabo y una pata en las ocho novilladas toreadas en la plaza de la Maestranza. Comenzaba a cimentar su pequeña leyenda de torero arrojado a pesar de la lógica falta de recursos del que había sido un aspirante casi furtivo del que se contaban no pocas hazañas. Pero el valor lo tapa todo. Merece la pena repasar las crónicas de la época para valorar el tremendo impacto ciudadano que supuso aquel volcán vestido de luces convertido en el hombre de moda. No faltaban los que querían ver una resurrección de otro torero valiente e infortunado: El Espartero. Aún torearía una postrera novillada –la octava- en el coso del Baratillo. Fue en la tardía fecha del 27 de octubre. Ya resonaban tambores de guerra…
Llega la Guerra
Pero la vida, también el toreo, seguían. Y sin en Sevilla -convertida en cabeza del puente aéreo que siguió al alzamiento africano- se escucharon los primeros tiros de la refriega también se iba a convertir en el principal escenario taurino de esa España nacional que ganó una guerra que perdieron todos. El impresionante ambiente que había dejado Pascual Márquez permitió trocar la corrida del Domingo de Resurrección por una novillada en la que se iba a alumbrar la rivalidad con Torerito de Triana. Ambos repetirían en la novillada ferial en un festejo que contó con la presencia del mismísimo Diego Martínez Barrio, presidente de la República, que ocupó el Palco del Príncipe acompañado, curiosamente, del presidente de la Generalitat de Cataluña, Luis Companys. Si Torerito logró cortar dos y un rabo, Pascual acabó con el cuadro llevándose cuatro, otro rabo y hasta una pata del lote de los novillos que había embarcado Belmonte. Aún torearía varias novilladas más antes de que estallara el fregado…
En cualquier caso, el aura de sus triunfos sirvió para incluirle en la célebre corrida patriótica –la última que toreó Belmonte en Sevilla- que dejó para la historia gráfica de la plaza la célebre fotografía de Manolo Bienvenida con un ¡Viva España! rotulado en su muleta. Pascual, precisamente, iba a acompañar a Belmonte en la postrera actuación de luces de su vida, una olvidada función crepuscular, también de carácter patriótico, celebrada en Córdoba el 15 de noviembre de 1936.
1937 iba a ser un año sin Feria pero con toros. Pascual Márquez, que hacía la guerra con el uniforme de Aviación sin dejar de actuar en un sinfín de festivales de exaltación patriótica, iba a ser la base indiscutible del primer tramo de ese “segundo año triunfal” con las vistas puestas en una alternativa que llegaría el 27 de mayo, día del Corpus, en una corrida organizada por el Ayuntamiento a beneficio de “la Infancia Desvalida”.
El padrino de la ceremonia fue Luis Fuentes Bejarano que le cedió el primer toro de Pablo Romero en presencia de Domingo Ortega, que cortó cuatro orejas. Pascual cortó las dos y el rabo de ese animal pero resultó herido por su segundo. No importaba; ya era matador de toros aunque el panorama bélico no era el mejor caldo de cultivo para promocionar a la nueva figura. La guerra también iba a cambiar muchas cosas en el oficio de torear, alumbrando nuevos astros rutilantes que iban a variar el rumbo del toreo. Pascual Márquez, de alguna manera, se vería atrapado en una suerte de generación perdida de la que pugnaba por salir en los primeros años de la posguerra antes de cruzarse con Farolero, el toro de Concha y Sierra que le destrozó la cavidad torácica el 18 de mayo de 1941 en la plaza de Las Ventas. 12 días después dejaba de existir tras una horrenda agonía.
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