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Candyman | Crítica

Candyman en versión Black Lives Matter

Una escena de la nueva 'Candyman'.

Una escena de la nueva 'Candyman'. / D. S.

Menos popular que Stephen King -¿quién puede competir con él?- pero nombre de gran influencia en el terror moderno, el novelista y cineasta Clive Barker figura en la historia de la literatura de terror por su serie Hellraiser o sus antologías de cuentos agrupadas en los seis volúmenes Libros de sangre (editados en España por Valdemar), y en la del cine por haber dirigido la primera adaptación de su Hellraiser en 1987. En 1992 Bernard Rose escribió y dirigió Candyman, basándose muy libremente en The Forbidden, uno de los relatos de los Libros de sangre. La película, que fue el origen de una trilogía y consagró al actor afroamericano Tony Todd, daba un curioso giro a los éxitos de asesinos sobrehumanos o infrahumanos del cine para adolescentes de los años 80 y 90 al ser su criatura protagonista la sanguinaria pervivencia vengativa de un esclavo negro que fue linchado en el siglo XIX por sus relaciones con la hija de un terrateniente.

Jordan Peele, autor de los éxitos de afro-terror Déjame salir y Nosotros en los que utiliza el género para denunciar el racismo, considera aquella película “un hito histórico de la presencia afroamericana en el cine de terror” (olvidando, quizás por sus pocas cartas de nobleza cinematográfica, la breve ola de afro-terror paralela a la blaxploitation de los 70 que dio títulos como Blacula, su continuación Scream Blacula o Blackenstein), lo que le ha llevado, en una operación a la vez oportuna y oportunista, a producir y escribir (junto a su colaborador Win Rosenfeld) una nueva versión de la película de Rose (más que del relato de Baker) confiando su dirección a la realizadora afroamericana Nia DaCosta, prestigiada por la gran acogida de su opera prima Little Woods en 2018.  

El resultado de esta revisitación fuertemente ideologizada que insiste con mayor fuerza en el carácter racial que la película original es interesante. Proyecta el linchamiento del film de Rose que explicaba el ansia de venganza de la asesina criatura del garfio y las abejas con la actual brutalidad policial hacia la comunidad afroamericana y le suma otros temas reivindicativos que van del problema social y urbanístico de la gentrificación (proceso de ocupación de zonas urbanas deprimidas por clases medias y altas, que conlleva su revalorización y el desplazamiento de sus habitantes tradicionales) al papel de los afroamericanos en el mercado del arte y la utilización insincera de la opresión y la marginación negra para dar proyección a una propuesta artística (sospecha que, de alguna forma, planea sobre la propia película).

Un artista que ignora que fue el niño secuestrado por el Candyman de la película del 92 y su pareja -miembros de lo que podría llamarse élite cultural y económica afroamericana- se instalan en el antiguo barrio pobre en el que Candyman hacía sus fechorías, ahora convertido en residencial pero no por ello a salvo del retorno del monstruo. El guión incurre en una densificación de mensajes excesivamente subrayados y verbalizados, pero la muy buena realización de DaCosta salva en la medida de lo posible la película. Aunque rebosa sangre, rehúye el efectismo grosero y aporta soluciones visuales tan interesantes como efectivas. Se comprende su éxito espectacular en Estados Unidos y que su directora haya sido fichada por el universo Marvel. 

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