De libros

Pura saludable dinamita

  • El mexicano Jorge Ibargüengoitia fue uno de los más lúcidos ironistas de su siglo

Una de las mejores noticias literarias de los últimos tiempos en lo que se refiere al ámbito latinoamericano, por usar el término preferido por nuestros hermanos de lengua, es la recuperación de la obra de Jorge Ibargüengoitia. Hablábamos hace poco del divertidísimo libro de relatos, La ley de Herodes (1967), en el que el autor mexicano reunió sus narraciones cortas, publicado por la misma editorial, RBA, que ha reeditado la serie de novelas ambientadas en el estado imaginario de Plan de Abajo (trasunto de Guanajuato), formada por Estas ruinas que ves (1975), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de López (1982). También recientemente hemos podido acceder a sus maravillosas crónicas, que en muchos casos no se diferencian demasiado de los relatos y fueron recogidas por Juan Villoro en un estupendo volumen titulado Revolución en el jardín (Reino de Redonda). Ahora aparece, de nuevo en RBA, Los relámpagos de agosto (1965), la primera novela de Ibargüengoitia y la obra con la que se dio a conocer -ganó el premio Casa de las Américas- uno de los más lúcidos ironistas de su siglo. Dictadas a "un individuo que se dice escritor mexicano", las hilarantes memorias del general retirado José Guadalupe Arroyo, don Lupe, recrean en clave de farsa la mitificada historia de la Revolución, desde una perspectiva absolutamente corrosiva que no deja títere con cabeza. Esencialmente fiel a los hechos, aunque los protagonistas aparecen con otros nombres, la novela de Ibargüengoitia presenta a un puñado de generales "cuya principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la de autoaniquilarse". Venales, mezquinos, mendaces y ocupados en una conspiración permanente, los padres de la patria no pierden ocasión para el discurso grandilocuente o la maniobra artera, apoyados por grupos como el PIIPR o Partido de Intelectuales Indefensos Pero Revolucionarios. Pura saludable dinamita.

Murió hace ahora tres años y se comentaba que había dejado varios libros inéditos. La gran ventana de los sueños (Alfaguara) es el primero de ellos que ve la luz, un repertorio de título convencional -tratándose del autor de Los pichiciegos- donde el argentino Ricardo Fogwill reunió sus apuntes y reflexiones sobre la materia. No sin cierta aprensión, porque el recuento de los sueños ajenos -salvo excepciones como La cámara oscura de Perec o el Libro de sueños de Borges, que es otra cosa- tiene siempre algo enojoso, nos acercamos a la colección póstuma de Fogwill para comprobar con alivio que no contiene una empanada más o menos freudiana, sino estimulantes disquisiciones que se leen como relatos, miniensayos o fragmentos autobiográficos, no en vano alude el subtítulo a las citas de un diario. "Ser viejo es haber empezado a respetar los sueños", dice Fogwill al comienzo, y la manera de disponer sus notas demuestra -además de su espléndida madurez como narrador- que el tema puede ser abordado con sensibilidad, humor e inteligencia, lejos de los ejercicios masturbatorios y las simbologías abstrusas. Refiriéndose al psicoanálisis, tan de su tierra, afirma el autor que "cuando se ha abandonado cualquier propósito de conocimiento o de cura interesa más el goce del sueño que la producción de muestras para las biopsias del alma o del deseo". A ese goce, más que a la interpretación, están orientadas las páginas de su libro.

Otro argentino de singularidad irreductible, César Aira, ha publicado en Mondadori sus Relatos reunidos, una colección que recoge piezas escritas entre 1996 y 2011. Es un libro muy desigual, que incluye buenos relatos -En el café o El Todo que surca la Nada- junto a otros que parecen esbozos apresurados o meras ocurrencias. Aunque brillante e imaginativa y sin duda original, la obra de Aira -muy abundante, puede que demasiado abundante- tiende a la reiteración (cum variatione) y se caracteriza por una suerte de egomanía, no infrecuente en cierto tipo de escritores pero difícil de sobrellevar cuando se hace obsesiva. Es un narrador sobrado de talento, pero falto de contención o preso de una poética -muy atractiva para hacedores de tesis- que abusa de la facilidad -sus textos parecen escritos de una sentada- y pregona una loca huida hacia adelante. Aira acostumbra decir que a los autores hay que juzgarlos no por libros aislados sino por la obra en su conjunto, que avanza como un work in progress con inevitables altibajos, pero la vida es corta y no se nos puede pedir que leamos todos sus libros -más de medio centenar de títulos- para adivinar cuáles eran los buenos.

De Mario Bellatin conocemos detalles precisos como que estudió Cine y Teología, practica el sufismo, le falta el brazo derecho y colecciona prótesis. También que nació en México pero vivió largos años en Perú, de donde eran sus padres, o que defiende el experimentalismo en literatura y gusta de presentar su biografía de una forma vaga y enigmática, la misma que caracteriza a sus artefactos narrativos. Sus libros han sido publicados en España por editoriales como Tusquets, Anagrama o Alfaguara, pero últimamente ha sido Sexto Piso la que ha publicado obras como Disecado (2011), El libro uruguayo de los muertos (2012) o el más reciente Gallinas de madera (2013). Este último está formado por dos textos breves e inclasificables, aparatosamente titulados En las playas de Montauk las moscas suelen crecer más de la cuenta y En el ropero del señor Bernard falta el traje que más detesta, dedicados, respectivamente, a las figuras de Bohumil Hrabal y Alain Robbe-Grillet. El primero toma la forma de un homenaje lisérgico al gran narrador checo, que murió al caer o tirarse de una ventana -literalmente defenestrado- y cuyo último libro, inconcluso, se titulaba precisamente Gallinas de madera. El segundo testimonia el encuentro con el francés -uno de los máximos referentes del Nouveau Roman, al que Bellatin se refiere, no sin ironía, como Movimiento Literario Sumamente Innovador- poco antes de su muerte. Los libros de Hrabal, pese a sus peculiaridades estilísticas, son conmovedores, bienhumorados y perfectamente inteligibles. Robbe-Grillet, en cambio, es sinónimo de una literatura dura, objetivista y proverbialmente inhóspita. Puede que el "señor Bernard", como lo llama Bellatin, perteneciera a la raza de "aquellos que escribían porque no eran capaces de comprender el mundo". Más arduo resulta entender por qué no logró disipar la sensación de que los lectores eran algo prescindible.

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