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Sobre Joyce | Crítica

De titanes solidarios

  • En ‘Sobre Joyce. Correspondencia y ensayos’, la editorial EDA reúne los testimonios que Ezra Pound prodigó a favor del autor de ‘Ulises’, en una asistencia que a menudo trascendió lo literario

  • Pessoa y Baudelaire

  • Errancia y arraigo

James Joyce, Ezra Pound, Ford Maddox Ford y John Quinn en el estudio de Pound en París, en 1924.

James Joyce, Ezra Pound, Ford Maddox Ford y John Quinn en el estudio de Pound en París, en 1924. / D. S.

Desde los primeros aedos que se ofrecieron a memorizar los interminables versos de Homero, la historia de la literatura está sembrada de amistades y complicidades que, en muchos casos, han resultado imprescindibles para el alumbramiento de sus obras maestras. Dada la inestabilidad vital y económica asociada tradicionalmente al oficio literario, a menudo estos vínculos han revestido también matices asistenciales y hasta humanitarios. Ha habido, seguramente, tantos escritores que han necesitado de otros para seguir adelante como escritores a secas, dada además la común consideración de los autores como bichos raros incapaces de relacionarse de manera adecuada con quien no profese su exigente vocación. Especialmente desde la extinción de los mecenazgos, celebrada la independencia romántica de los plumíferos como valor contrario a los caprichos de los pagadores, la dedicación poética a tiempo completo ha requerido la entrada en juego de aliados solidarios para la supervivencia pura y dura de más de un letraherido. En este sentido, la contribución de Ezra Pound (1885-1972) a la gestación del Ulises de James Joyce (1882-1941) es notoria, conocida y comparable a la que el estadounidense protagonizó en el alumbramiento de otro título publicado en 1922, La tierra baldía de T. S. Eliot; sin embargo, la atención que Pound prodigó hacia Joyce desde 1913 hasta la muerte del autor de Dublineses trascendió lo literario para abrazar otras cuestiones, incluidas las más urgentes. Si la vida de Joyce fue ya especialmente difícil y azarosa, sin la entrada en juego de Ezra Pound tal existencia habría devenido en tragedia, sin remedio, mucho antes.

Hablamos, por tanto, de una amistad en la que Pound ejerció de protector infatigable, convencido de la absoluta genialidad de Joyce y de la necesaria preservación de su talento; y de una amistad, también, en la que un Joyce caótico, excesivo, entregado sin reservas al alcohol e incapaz de gestionar la economía doméstica con un mínimo de sentido común se vio beneficiado por el empeño del amigo americano con consecuencias decisivas. Fue el profesor estadounidense Forrest Read, una de las principales autoridades en la obra de Ezra Pound durante el pasado siglo, quien dio buena cuenta de esta relación con la reunión de todos los artículos, cartas y documentos que el autor de los Cantos dedicó a Joyce de manera más o menos directa. Semejante material vio la luz reunido por primera vez en 1971, en un volumen que había permanecido inédito en lengua española hasta ahora y que acaba de ver la luz en castellano, por fin, de la mano de la editorial malagueña EDA bajo el título Sobre Joyce. Correspondencia y ensayos, con la traducción de Alicia García Ferreras y David Alcaraz Millán y con la edición y los comentarios que había fijado Forrest Read en el envite original.

Pound enviaba a Joyce dinero, ropa y calzado en los momentos más difíciles, a la vez que promovía la candidatura del irlandés al Premio Nobel

En plena resaca de la celebración del centenario del Ulises, la lectura de estos textos de Ezra Pound brinda datos reveladores sobre la gestación de la novela, siempre desde la mirada del poeta estadounidense aunque esta otredad es la que aporta un valor más especial a la perspectiva. El lector más disciplinado de las aventuras de Leopold Bloom encontrará aquí material de provecho, con aportaciones reveladoras, si bien, desde un punto de vista meramente biográfico, quizá no sean las más interesantes. La selección de textos de la edición de Read se remonta a 1913, cuando Pound oyó hablar por primera vez de James Joyce: lo hizo en Sussex, en boca nada menos que de William Butler Yeats, para quien ejercía entonces funciones de secretario y quien le recomendó que echara un vistazo a los poemas de un tal James Joyce para completar la antología de nuevos poetas en la que trabajaba entonces. Esta indicación motivó la primera carta de Pound dirigida a Joyce, sellada el 15 de diciembre del mismo 1913. Joyce respondió a su vez con el envío de algunos poemas y, ante el entusiasmo de Pound, remitió posteriormente a su interesado lector una copia mecanografiada de Dublineses y un capítulo de la novela en la que trabajaba entonces, Retrato del artista adolescente. Encontramos ya aquí, plena, la constante que marcará a fuego esta relación: en 1913, Joyce llevaba diez años viviendo fuera de Irlanda, entre Trieste y Zúrich, sin muchas opciones para publicar su obra y fuera de los círculos apropiados; Pound, por su parte, se mostró ya seguro de haber encontrado al genio que la literatura necesitaba para culminar su revolución formal, y es este hallazgo el que sostiene, entre una cierta inspiración tutorial y un coraje primario propio del Pound menos reservado, las mejores páginas del libro. La implicación del poeta estadounidense fue fundamental para la publicación de Dublineses y del Retrato, pero, de cualquier forma, la correspondencia se mantuvo álgida y constante durante la Primera Guerra Mundial. La contienda impidió un acercamiento anterior, así que Pound y Joyce no se conocieron personalmente hasta 1920 en un emplazamiento harto simbólico: el refugio del poeta latino Catulo en el Lago de Garda.

Para 1920, la guía que había ofrecido Pound a Joyce durante la escritura de Ulises en la distancia era ya más que notoria. También Pound había convencido a Joyce de la idoneidad de instalarse en París para terminar su libro y facilitó la instalación del autor y su familia en la capital francesa: “Lo que quiero hacerle ver es que no creo que tenga que considerarse atado a Trieste por su trabajo, si está harto de la ciudad y quiere largarse de allí (…) Lo que importa es que debe hacer lo que le plazca, o al menos lo que menos le disguste entre las diferentes alternativas, y que su escritura debe tener la menor interferencia posible”, escribe Pound a Joyce en el mismo 1920. Pero la atención dirigida al irlandés abarcó mucho más. Pound no sólo envía sus cartas a editores y críticos para convencerles de la calidad de Dublineses y Retrato del artista adolescente, sino que escribe él mismo resonantes ensayos críticos y dedica a Joyce buena parte de sus alocuciones radiofónicas en Aquí la voz de Roma. Además, cuando la situación financiera de la familia Joyce se vuelve insostenible, Pound suministra dinero, ropa y calzado y moviliza a otros escritores para que contribuyan al sostén del irlandés. Muestra su preocupación por la pérdida de visión de Joyce y por la inestabilidad de su hija, Lucía. Al mismo tiempo, no duda en mover los hilos que considera oportunos para promover la concesión del Premio Nobel al autor de Ulises, si bien lanza dardos harto venenosos a la Academia Sueca y a ciertos colegas que, a ojos de cualquier lector, resultan contraproducentes para la consecución de su objetivo, aunque graciosamente honestos (“Tan sólo ha habido un estadounidense de magnitud apropiada desde que se creara el premio; y difícilmente nos imaginamos a Henry James recibiendo la distinción. Difícilmente nos lo imaginamos percatándose de la existencia de Suecia”). Sigue de cerca la procelosa creación de Finnegans Wake a cargo de un Joyce ya invidente y sus escribas. Y acompaña, en fin, a Joyce, a las duras y a las maduras, consciente de que su tiempo será incapaz de ver en él al gran escritor que es. “El mundo ha perdido a un gran compañero de cenas o sobremesas y, en privado, a un humorista. Un humorista dotado de un rico desprecio, pero sin apenas acritud”, escribió Pound a la memoria de Joyce tras su muerte. Prevalece aquí la admiración de un genio hacia otro. También de estos mimbres se hace la mejor literatura.

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