Opinión

Los zapatos de la ministra

  • El autor, magistrado y profesor de Derecho Procesal en la Universidad Pablo de Olavide, reflexiona sobre el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general del Estado

Luis Alfredo de Diego. Magistrado

Luis Alfredo de Diego. Magistrado

El presidente del Gobierno ha propuesto como fiscal general del Estado a quien, hasta hace unos días, fuera ministra de Justicia y diputada socialista, Dolores Delgado.

Ha dicho el presidente que lo único que le ha pedido a «su» fiscal general es: «uno, independencia, y dos que se garantice el estricto cumplimiento de la legalidad democrática». ¡Asombroso! Mal empezamos cuando quien apadrina a un fiscal general le tiene que pedir independencia y cumplimiento de la legalidad, como si ello no fuera inherente al cargo.

Al fiscal general del Estado lo propone el Gobierno. Así se establece en el artículo 124.4 de la Constitución. Nada que objetar, por tanto, sobre quién tiene la iniciativa para proponer la persona que acceda a la jefatura de la Fiscalía General del Estado. Ahora bien, entre los requisitos exigibles al candidato está su «idoneidad» (art. 29.1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal; en adelante, EOMF). Y es aquí donde radica el contratiempo, o más bien el cenagal, en la propuesta de Dolores Delgado como fiscal general del Estado.

El Ministerio Fiscal es un órgano del Estado (art. 2 del EOMF) y no un apéndice del poder ejecutivo. Entre sus misiones constitucionales se encuentran la defensa de la legalidad y la de velar por la independencia de los tribunales (art. 124 de la CE). Ese papel de garante requiere que la actuación del fiscal no se vea mediatizada por ninguna influencia externa indebida; singularmente, del poder ejecutivo. Por eso, la «independencia», entendida como no subordinación a ningún otro órgano ni poder del Estado, es un valor esencial en la actuación del fiscal recogido en el artículo 7 de su Estatuto. Lo pusieron en evidencia, sin fisuras, todas las asociaciones de fiscales frente a las recientes declaraciones del presidente Sánchez dando a entender explícitamente que la Fiscalía estaba a las órdenes del Gobierno.

Lo que cabe esperar, por tanto, de quien se encuentre al mando de la Fiscalía General del Estado es, como mínimo, la apariencia de no estar sujeto, directa o indirectamente, a órdenes o instrucciones del poder ejecutivo. Los vientos de Europa soplan en este sentido. Como botón de muestra, un par de ejemplos:

  • El Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO), en su informe de 2013 sobre prevención de la corrupción en España, considera que «podrían hacerse esfuerzos adicionales para asegurarse aún más de que la Fiscalía sea, y parezca, imparcial, objetiva y libre de cualquier influencia o interferencia de cualquier fuente externa, así como para mejorar su autonomía funcional».
  • La Comisión de Venecia aprobó en 2016 los «Criterios de verificación del Estado de derecho» y advierte que «debe asegurarse una suficiente autonomía que evite las influencias políticas indebidas hacia los fiscales» (apartado 91).

Las apariencias, en este caso, juegan en contra de la exministra de Sánchez. No resulta presentable que la mandamás de la Fiscalía General del Estado se haya involucrado hasta los tuétanos en la defensa del programa político del presidente que la apadrina. La ya exministra de Justicia desnudó públicamente su ideología al ejercer ese cargo, adoptó una posición activa y beligerante en el logro de los objetivos políticos marcados, precisamente en Justicia, por el Gobierno de Sánchez. Su imagen está indisolublemente asociada a su mentor y contaminada por un marcado sesgo partidista.

Viene al caso señalar que los fiscales tienen prohibido, al igual que los jueces, pertenecer a ningún partido político (art. 59 del EOMF). Si a todos los fiscales les está prohibida la militancia partidista, siquiera sea por mantener la apariencia de neutralidad y objetividad, su cabeza visible debería ser un ejemplo de ello. Y nada más alejado de esta ejemplaridad que hacer recaer la jefatura de la Fiscalía General del Estado, sin solución de continuidad, en quien hasta hace unos días era diputada socialista y ministra de Justicia.

Va de suyo que los lazos de lealtad creados con el partido y el Gobierno del que ha formado parte no se esfuman en un santiamén. No hay conjuro o poción mágica para desvanecer tamaña contaminación partidista. Y se ha comprobado científicamente que el bálsamo de Fierabrás es ineficaz para curar esta dolencia.

Por consiguiente, existe un considerable riesgo de que sus decisiones como jefa de los fiscales estén impregnadas de la influencia del poder ejecutivo, o peor aún, supeditadas mansamente a los intereses partidistas del mismo. Estas circunstancias denotan su falta de idoneidad para el cargo. Por eso, no me extraña que la propuesta de poner en manos de la exministra las riendas de la Fiscalía General del Estado haya sido calificada de indecente, amoral, poco presentable, impúdica y una cacicada, entre otras lindezas.

En resumidas cuentas, Dolores Delgado cambia de zapatos. Hoy se quita los de ministra de Justicia y diputada del PSOE para calzarse mañana los de fiscal general del Estado, sin previa descontaminación. Se perpetra, así, el asalto del actual Gobierno a uno de los bastiones que han demostrado ―junto con los jueces y las fuerzas de seguridad― mantener en pie la dignidad del Estado de Derecho.

La profesionalidad y buen hacer de la anterior fiscal general, María José Segarra, impidió el abordaje político de la Fiscalía. Su autonomía y falta de permeabilidad a los intereses partidistas del ejecutivo la convirtieron en insoportable para un gobierno cesarista. Había que sustituirla por alguien firmemente vinculado con el partido del Gobierno: la exministra Dolores Delgado.

Con esta maniobra, el presidente Sánchez no ha perdido una ministra, sino que ha creado, de forma encubierta, el Ministerio para la Desjudicialización de la Política, dirigido desde la Fiscalía. Sintagma eufemístico, el de «desjudicializar la política», que esconde una suerte de inaceptable impunidad para que unos elegidos puedan actuar al margen del Derecho.

Este tic autoritario pone la autonomía funcional del fiscal en serio peligro de extinción. Y España sale perdiendo en términos de calidad democrática.

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