La libertad perdida en los bares

La Caja Negra

Las prohibiciones, restricciones y regulaciones en la hostelería se multiplican y provocan un efecto incómodo, pero también revelan un perfil de clientela con cada vez más carencias

Bares sin guiris

La pérdida de otro negocio centenario

Varios de los carteles con advertencias y prohibiciones colocados a las puertas de bares y restaurantes.
Varios de los carteles con advertencias y prohibiciones colocados a las puertas de bares y restaurantes. / M. G.

El buen aficionado soltó el comentario con la fuerza de una gárgola que escupe el agua en días de lluvia: “Cómo será la ganadería que salta al ruedo que así es el reglamento”. Un paseo bastó para atender a las numerosas advertencias que los bares hacen por escrito a sus potenciales clientes, una ristra de prohibiciones, alertas y restricciones que dan para un análisis. ¿Cuándo se fue al traste el concepto de taberna como espacio de libertad y relajación? No se trata de que la hostelería consienta lugares para clientes asilvestrados. Ni mucho menos. Pero cómo será el perfil del cliente después de la pandemia que uno siente que entra en un coto antes que un lugar para consumir y disfrutar de un tiempo sin tensiones.

“No atendemos en barra” es ya un clásico. ¡Qué feo queda que el primer cartel que se lee sea una frase en negativo! Debe dar igual porque el cliente actual traga con todo. ¿Por qué nos hemos cargado las barras? No extraña el triunfo del Catalina, que ofrece como nunca lo de siempre. Casi no quedan barras como efecto de aquellos meses en que había que estar sentados, en grupos reducidos y guardar las distancias. La cultura de la restricción y la regulación llegó para quedarse. ‘Prohibido entrar sin camiseta’ es un habitual de las playas. Muy de acuerdo con los hosteleros que se niegan al trasiego de peludos o descamisados en lugares para el consumo. Estamos a un paso de que se prohíba por escrito la exhibición de ropa interior, como esa manía de los pantalones caídos que dejan contemplar el calzoncillo. Todo llegará.

Muy curioso el último aviso leído: “No aceptamos cuentas compartidas”. ¡Eso es facilitar el pago pro las que hilan! Más cómodo para el que atiende debe ser que haya un solo pagador y que los clientes ajusten sus cuentas por la vía del bizum.

Es genial la que impone las condiciones para sentarse: “Las mesas solo podrán ser ocupadas cuando estén todos los comensales”. ¿Y si no hay barra? Se ha de esperar en la calle, junto a las mascotas que, como es lógico, no pueden entrar. Y el público traga. Traga después de no haberse sabido comportar, claro. Porque la prohibición, la regulación y la restricción son habitualmente reacciones al abuso, el trato desconsiderado y la falta de decoro.

El caso es que entre todos hemos creado una hostelería más encorsetada, más inhóspita si cabe. Al hacer reservas y dejar las mesas plantadas se tuvieron que aplicar medidas exigen garantías de los compromisos adquiridos: desde pedir una cantidad por adelantado a una tarjeta bancaria como en los hoteles, pasando por el sistema que alerta si esa tarjeta se ha usado en diferentes restaurantes el mismo día y cazar así a quienes hacen varias reservas por adelantado... Y ya se piensan cuál usarán.

Cómo será también el personal que hay que recordarles que no se meten bicicletas ni patinetes en el interior. Ay, aquellos tiempos en que bastaba con prohibir el cante o recordar que no se debía escupir en el suelo. Ahora la clientela da el cante de otra manera. También cabría recordarle a los hosteleros normas elementales de trato, que sus negocios deben dar facilidades para gastar y, por lo tanto, evitar absurdos cortapisas. ¿No se trata de vender? “Den salida al queso, den salida”, instaba el maestro Rafael Juliá a sus camareros para que ofrecieran con más interés las bandejas. “No vuelvan con las manos vacías”, les apremiaba para que levantaran los platos usados.

Hay veces que el cliente se siente como una amenaza o en situación de pedir un favor. El colmo es ya la limitación de tiempo de uso de una mesa. O la advertencia de que no se sirve un vaso de agua si no se consume previamente. Solo la lectura de semejantes avisos hiere a los sentidos y quitan las ganas. Porque uno no entra en una taberna para enfrentarse a adversidades, ni para soportar un trato desconsiderado ni, por supuesto, tratar mal a un camarero. Al final, se queda uno con el sota, caballo y rey. Y hasta llega un momento en que puede sobrarle algún naipe. El mejor bar es el de cabecera, como el médico. Los experimentos que sean con gaseosa. No vamos a reeducar a nadie como tampoco a que nos encorseten, que bastantes prohibiciones sufrimos ya en el día a día.

El cliente ya no es el rey, porque muy probablemente no llega a la condición de buen vasallo. Dicen que faltan camareros. Falta, sobre todo, el conocimiento del oficio, ese espíritu que aún se lee en la leyenda de entrada a cierto negocio que todavía homenajea el noble arte de servir. Y faltan clientes que sepan ser servidos.

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